23/9/21

Artículos ganadores del Premio Miguel Delibes

A comienzos de este año, decidí empezar a escribir artículos de opinión con el objetivo de mejorar mi prosa, basándome en el método que Umbral llamaba «gimnasia de la literatura». De este modo, puse en marcha una especie de columna que titulé Pólvora en salvas y que apenas ha reunido doce publicaciones hasta la fecha; miseria, pero menos es nada, que diría Chejov. 

Como sigo interesado en escribir artículos, no solo como un medio para mejorar mi pluma, sino ya también como un fin en sí mismo, porque he ido descubriendo que este es un género muy agradable de practicar y muy satisfactorio de concebir, y como también soy consciente de lo adecuado que resulta aprender de los mejores en cualquier ámbito de la vida, decidí buscar algún galardón que reconociese la labor de nuestros más eximios articulistas, y fue así como me topé con el Premio Nacional de Periodismo Miguel Delibes, el cual no solo posee este cometido, sino que además se centra en aquellas obras que promueven un buen uso de la lengua española. 

Parecería lógico que la Asociación de la Prensa de Valladolid, entidad convocante, ofreciese en alguna página web un listado con los ganadores, así como enlaces a las obras premiadas, pero esto no es así, y como yo quería leer esos artículos agraciados, me puse a buscarlos por Internet, y como gusto de compartir y además trato de que este espacio ofrezca contenido de calidad para los amantes de las letras, decidí crear yo mismo el mencionado listado con los enlaces a todos los artículos que pudiera encontrar. Buen provecho. 

1996 - Fernando Lázaro Carreter - Perdonar.

1997 - Vicente Verdú - La vista sorda.

1998 - Álex Grijelmo - No encontrado.

1999 - Jesús Marchamalo - 85 palabras.

2000 - José Jiménez Lozano - Sobre el español y sus asuntos.

2001 - Carlos Luis Álvarez - No encontrado.

2002 - Juan José Millás - Errores.

2003 - Javier Marías - El oficio de oír llover.

2004 - Valentín García Yebra - Desajustes gramaticales. 

2005 - Andrés Trapiello - El arca de las palabras.

2006 - María Ángeles Sastre Ruano - Sobre algunos plurales.

2007 - Tomás Hoyas - 'Flapigozo' Congresito.

2008 - Antonio Álamo González - Corazón de oro.

2009 - Luis María Anson - El idioma del periodismo. 

2010 - Joaquín Sánchez Torné - No encontrado.

2011 - Magí Camps Martín - El rosco de los americanismos.

2012 - Isaías Lafuente - Sin peros en la lengua.

2013 - Iñaki Gabilondo - La lengua que nos une (audio).

2014 - Ignacio Camacho - Almendras amargas.

2015 - Pepa Fernández - No es un día cualquiera (por toda la trayectoria del programa).

2016 - Martín Caparrós - La palabra viral; Ladramos, Sancho; Contra las letras

2017 - Elena Álvarez Mellado - Metáforas peligrosas 

2018 - Mariángeles García - Relatos ortográficos (serie de artículos).

2019 - Mar Abad García - El lenguaje impaciente: cada vez más corto, cada vez más rápido.

13/9/21

Diez formas de ganar el Premio Cervantes - Pólvora en salvas XII

Desde hace unas semanas, estoy siguiendo las enseñanzas de un joven sabio llamado Pablo Zamit. Con él he aprendido, por ejemplo, que la industria p0rn0gráf1ca está generando una sociedad de muertos vivientes, que hacer caridad sigilosa puede elevar tus niveles de oxitocina o que el juicio social es el mayor estresor al que nos vemos sometidos en nuestro día a día. Uno de sus pódcast sobre productividad se titula Conviértete en una máquina de crear ideas, y en él nos habla de una técnica para estimular la creatividad propuesta por el escritor millonario James Altucher. Dicha técnica consiste en elaborar listas de diez ideas sobre cualquier cuestión que se te ocurra. No importa si la cuestión o las ideas son disparatadas o imposibles (aunque no tienen por qué serlo) porque se trata simplemente de un ejercicio que busca fortalecer nuestro músculo creativo. Las ideas deben ir acompañadas de un primer paso necesario para ponerlas en práctica, el cual también puede ser disparatado o imposible. Has de apuntarlo todo en una libreta y, cuando juntes varias listas, puedes practicar el llamado sexo de ideas, que consiste en juntar dos ideas para ver qué pasa, pues, como dice mi maestro «a veces, una idea mala fusionada con una idea imposible da como resultado una idea genial».

Esta introducción ha sido necesaria para comentar que, hace unos días, estaba yo en el gimnasio cuando se me ocurrió que podría aprovechar los descansos entre series, que a veces se prolongan hasta por tres minutos, para practicar el ejercicio del que acabo de hablar. Pensé que podría resultar gracioso buscar diez formas disparatadas de ganar el Cervantes y, cuando tuve la lista concluida, pensé también que podría aprovecharla para escribir un nuevo artículo para mi blog, por lo que aquí dejo esta descabellada lista de ideas (la última es la más loca). Si alguien lograse hacerse con tan célebre galardón gracias a mí, espero que al menos tenga el detalle de dedicármelo

Idea 1. Sobornar a los miembros del jurado (primer paso: conseguir muchísimos millones de euros). 

Idea 2. Chantajear a los miembros del jurado (primer paso: investigarlos a fondo para encontrar sus trapos sucios). 

Idea 3. Hipnotizar a los miembros del jurado (primer paso: aprender hipnosis). 

Idea 4. Plagiar la obra de un futuro ganador (primer paso: conseguir una máquina del tiempo). 

Idea 5. Obligar/convencer a un gran escritor para que produzca obras para mí y me deje firmarlas (primer paso: elegir a ese escritor [¿Vargas Llosa…?]).

Idea 6. Desarrollar una inteligencia artificial que escriba obras revolucionarias (primer paso: matricularme en Ingeniería Informática). 

Idea 7. Plagiar la mejor literatura de alguna civilización alienígena (primer paso: entrar en contacto). 

Idea 8. Modificar los valores estéticos de la sociedad para que se aprecie lo que yo escribo (primer paso: publicar un tratado revolucionario de Teoría Literaria). 

Idea 9. Impedir que haya más candidatos (primer paso: convencer a los mejores escritores hispanohablantes de que no escriban nada más). 

Idea 10. Desplegar una amplia y exitosa carrera literaria que merezca el premio (primer paso: dedicar catorce horas diarias durante el resto de mi vida a escribir y estudiar literatura [resultados no garantizados]). 

10/9/21

La calle 23

Nota 1: este microrrelato no es actual, lo publiqué en el blog hace casi diez años, como puede verse en los comentarios, que datan de 2012, pero lo tenía oculto y, al ponerlo visible, Blogger le ha actualizado la fecha. Espero que pueda servir para apreciar mis mejoras en el arte literario. 

Nota 2: los comentarios son buenísimos. ¿Por qué ya nadie comenta en los pobres blogs?


La calle 23, un largo brazo asfaltado, oscuro, silencioso y frío, dormita como cada noche. En el descampado cantan algunos grillos, como para recordarnos que en este planeta no todo es hormigón y que no todos descansan con la llegada de las estrellas. Como los grillos, la Sombra se mantiene despierta en la quietud de la noche. Se desliza entre los arbolillos de las aceras, generando solo un leve rumor de pisadas del que nadie se percata. Su arma brilla bajo la moribunda luz de las farolas. Es lo único en su figura que no destila oscuridad. La Sombra se detiene en un portal. Piensa que es una buena elección, tan buena como cualquier otra. Detrás de la puerta encontrará sin duda lo que necesita para satisfacer sus instintos homicidas. ¿Qué por qué lo hace? Ni si quiera ella lo sabe. Dentro de unas horas saldrá el Sol. La sombra no estará allí, los grillos dejarán de cantar y un nuevo crimen habrá acontecido en la ciudad. En esta ocasión, en la Calle 23.

7/9/21

Me importa un carajo la tilde de marras - Pólvora en salvas XI

Cuando no tenía ni idea de lingüística, me consideraba un firme defensor de la tilde diacrítica (en adelante, la tilde de marras) en el adverbio solo y en los pronombres demostrativos, a pesar de que ignoraba lo que era un adverbio, un pronombre demostrativo y hasta incluso una tilde. Mantenía esa posición, supongo, para hacerme el guay, para mirar a la gente por encima del hombro y para ser rebelde. «Miradme, miradme todos, desobedezco a la RAE, le pongo tilde a sólo porque yo sé cuándo se le pone, (cuando se puede cambiar por solamente), ja, ja, ja, soy mazo intelectual». 

Más tarde, cuando empecé a aprender lingüística, fui comprendiendo los motivos por los que la RAE abogaba por eliminar la tilde de marras. La explicación, que mi antiguo yo preunediano ni se había molestado en leer, tenía todo el sentido del mundo, y la ofrezco aquí sintetizada en elegante silogismo: 

  • Premisa 1: La tilde diacrítica sirve para diferenciar palabras que se escriben igual pero que pertenecen a categorías gramaticales distintas, siempre que una sea tónica y otra sea átona (1). 
  • Premisa 2: El adverbio solo y el adjetivo solo se escriben igual y pertenecen a categorías gramaticales distintas, pero ambos son palabras tónicas
  • Conclusión: La tilde diacrítica no ha lugar en este caso

El razonamiento me pareció a todas luces impepinable, por lo que acabé convertido en un firme defensor de la eliminación de la tilde de marras. Sin embargo, hace poco, mientras escribía alguna mamarrachada, me di cuenta de que la forma como, del verbo comer, es tónica y no lleva tilde diacrítica a pesar de que existen palabras que se escriben igual, pertenecen a otras categorías gramaticales y son átonas, como es el caso del adverbio relativo como o de la conjunción como. Intrigado por este hecho, decidí elevar la cuestión directamente a instancias de la RAE, a través de un tuit dirigido a su cuenta de Twitter.

La respuesta que me ofrecieron fue que la tilde de marras «no es sistemática, sino que tiene carácter excepcional y tradicional» y adjuntaron un enlace a la versión en línea de la Ortografía de la lengua española de 2010. En dicho enlace se muestran muchos más ejemplos en los que la tilde diacrítica debería operar y no lo hace, como en la forma entre (verbo/preposición) o sobre (verbo y sustantivo/preposición). Las explicaciones se amplían comentando que las palabras escritas con tilde diacrítica tienen en común ser «de empleo frecuente» y que el objetivo es «facilitar su identificación rápida (…) evitando posibles ambigüedades». 

Pues bien, ante esto, entendí que un defensor de la tilde de marras podría alegar que, si bien es cierto que solo siempre es una palabra tónica, no pasaría nada por hacer una excepción sobre la base de su uso frecuente, su tradición y su utilidad evitando ambigüedades. A esto, la RAE podría responder que las ambigüedades se resuelven por el contexto, lo cual es cierto, pero es algo que también podría aplicarse a los pares diferenciados por tilde diacrítica, lo que debería llevarnos a eliminarla en todos los casos. «Bueno, bueno», podría decir la RAE, «la cuestión es que la tilde de marras es para casos de tonicidad/atonicidad, y punto». A lo que los tilderos podrían responder, «sí, sí, claro, lo mismito que en sobre, entre, como, para, don, a, de, e, o, te, u, la, luego, santo, puesto, más, aún...».

Creo que se entiende a dónde quiero llegar, así que no seguiré desarrollando. Lo último que voy a decir es que a mí esta cuestión ya como que me la trae al pairo, no seré yo el que se enfangue en infructuosos debates con usuarios de redes sociales que no saben ni que existen las palabras átonas (2). Y si alguien me pregunta, le diré: «mira, en exámenes y trabajos universitarios, escríbelo sin tilde porque de lo contrario te pondrán una falta de ortografía. En el resto de los casos, haz lo que te dé la gana porque en realidad nadie tiene la razón y todos están equivocados». 


(1) Aunque en español, de forma aislada, todas las palabras tienen sílaba tónica, lo cierto es que en la cadena hablada, algunas palabras no reciben acento prosódico, es decir, se pronuncian átonas en todas sus sílabas. Esto es algo que podemos comprobar nosotros mismos, por ejemplo, al emitir la frase «Dile que te dé la caja de madera». Si lo hacemos con atención, nos daremos cuenta de que y de no se pronuncian igual. El primero se emite con énfasis y el segundo, no, por eso el primero es una palabra tónica y el segundo es una palabra átona. De hecho, por eso existen, y por eso se llaman así, los pronombres tónicos (yo, , , ...) y los pronombres átonos (me, nos, te, las...). Esta cuestión también está presente en el ritmo de los versos. Así, un endecasílabo yámbico tiene acentos prosódicos en las sílabas pares. Por ejemplo, el verso de Quintana «Eterna ley del mundo aquesta sea», quedaría dividido en sílabas, y con los acentos marcados con tildes, de este modo: E-tér-na-léy-del-mún-doa-qués-ta-sé-a. Efectivamente, son las sílabas pares las que tienen acento prosódico y ello nos muestra que todas las palabras del verso son tónicas salvo una, del, que es una palabra átona. Por si fuera poco, la existencia de palabras tónicas y átonas es algo que se comprueba empíricamente mediante programas informáticos de tratamiento de la voz que permiten obtener los llamados espectrogramas, los cuales muestran cómo el énfasis es mayor en las sílabas tónicas, como se aprecia en este enlace, que muestra claramente que la preposición de es una palabra átona. 

(2) Me he extendido tanto en la nota 1 justo por esto, porque hace un mes anduve enfangado en una discusión con dos tuiteros que negaban la existencia de palabras átonas. Lo curioso es que uno de ellos aseguraba ser filólogo. Vivir para ver. 

La figura del protagonista-narrador en La vorágine, de José Eustasio Rivera

Nota preliminar: El contenido de este artículo proviene de mi PEC para la asignatura De la novela de la Revolución a la revolución de la novela hispanoamericana, impartida por don Antonio Lorente Medina en el Máster Universitario en Formación e Investigación Literaria y Teatral en el Contexto Europeo.  



El éxito de La vorágine y su transformación en clásico de la literatura hispanoamericana radica principalmente en la elección y el desarrollo del protagonista-narrador, Arturo Cova. Y es que, en esta «epopeya de la selva», como la definió Horacio Quiroga, en esta historia paradigmática de la narrativa regionalista (y por tanto enraizada en el Romanticismo, el Modernismo y el Naturalismo), su autor, el colombiano José Eustasio Rivera, supo alejarse del modo de narrar decimonónico y anticipar innovaciones estructurales que se desarrollarían con mayor intensidad en la novelística de la siguiente generación. 

Rivera, al igual que otros escritores hispanoamericanos de su tiempo, trató de superar los discursos que se limitaban a tratar de ofrecer un enfoque objetivo de la realidad y para ello nos entregó la subjetividad de un conjunto de voces engarzadas en torno a la narración autodiegética de Arturo Cova mediante diferentes técnicas como el estilo indirecto libre, el relato enmarcado o el hallazgo del manuscrito. Nos enfrentamos así a una novela estructuralmente compleja en la que sus elementos formales se entrecruzan en una maraña de interrelaciones que generan una sensación de espesura impenetrable similar a la de la propia selva donde se desarrolla la mayor parte de los acontecimientos. 

La importancia del narrador-protagonista dentro de La vorágine fue señalada con acierto por Richard Ford: 

Este individuo de tan definido carácter y rasgos personales tan especiales domina absolutamente la novela. (…) Todas las idiosincrasias de Cova, todas sus manías y obsesiones, no sólo son parte de su carácter: son parte de la narración. La obra se impregna de espíritu y mentalidad covianos hasta cobrar forma y definirse mediante estas particularidades.  

Cova reconoce en las primeras líneas del manuscrito que es un hombre cuyo corazón pertenece a la violencia y este rasgo no solo lo vemos manifestarse continuamente en él, como cuando la emprende a taconazos con la cara y la cabeza del general Gámez y Roca tras escupirle y lanzarlo contra un tabique o cuando asesta un puñetazo a la niña Griselda y la baña en sangre, sino que, también, como apuntaba Ford, se transmite a toda la obra, en la cual vemos escenas de una crudeza estremecedora: desde violaciones de niñas hasta torturas pasando por animales que destrozan seres humanos o cadáveres.

La locura constituye otra nota característica de la personalidad de Arturo Cova que también parece transmitirse a la obra y que se encuentra muy relacionada con la violencia. Ya el mismo título de la novela puede evocar la idea de la locura a través de cualquiera de las tres acepciones que ofrece el DLE para el término vorágine: tanto un «remolino impetuoso», como una «mezcla de sentimientos muy intensos», como una «aglomeración confusa de sucesos, de gentes o de cosas en movimiento» pueden sugerir sensación de caos, impulsividad o ausencia de lógica. Estos atributos guían la conducta del protagonista a lo largo de la historia de tal forma que otros personajes lo perciben, como la niña Griselda, que clama «Cristiano, usté tá loco, usté tá locol» después de que Cova estrelle un frasco de perfume contra el suelo, o como Fidel Franco, que tras la frialdad manifestada por Cova hacia los maipureños recién tragados por las aguas, estalla de furia y lo acusa de ser «un desequilibrado tan impulsivo como teatral». El propio Cova llega a dudar de su cordura cuando padece fiebres («¿Estaría loco? ¡Imposible!») mientras que en otras ocasiones asume sin problemas su enajenación, ya sea por la marcha de Alicia («Alarmado por mi demencia, recordóme que era preciso perseguir a las fugitivas hasta vengar la ofensa increíble»), ya sea por excesos etílicos («loco de alcohol, estuve a punto de gritar»). Montserrat Ordóñez enumera algunos de los síntomas de la locura de nuestro protagonista, como melancolía, alucinaciones, delirios, pérdida de sentido, proyectos criminales, catalepsia, sadismo o tendencias suicidas. Pero no es Cova el único que desarrolla este tipo de patologías o conductas, las cuales se acrecientan según avanza la novela y según los personajes se internan en la selva. Así, Clemente Silva está cerca de morir a manos de sus compañeros de infortunio cuando descubren que se encuentran perdidos tras deambular durante días por el «abismo antropófago». Los hombres manifiestan signos de padecer una verdadera demencia: «Mesábanse la greña, retorcíanse las falanges, se mordían los labios, llenos de una espumilla sanguinolenta que envenenaba las inculpaciones». Pero además, la locura se transmite a la estructura de la obra a través del Cova narrador. Su manuscrito, que comienza como unas memorias, se encuentra lleno de sueños, fantasías y relatos intercalados, llegando a transformarse en un diario en el momento en que Cova nos dice que está escribiendo su odisea en un libro de caja del Cayeno. A partir de ahí, el texto se muestra cada vez «más deshilvanado, con menos perspectiva y más inmediatez»,  mostrando un relato «más incoherente y acelerado, que se convierte así en una metáfora más de vértigo, vórtice, remolino y vorágine» y, en definitiva, de locura. En relación con esto resulta muy interesante también otra apreciación de Richard Ford: desde el momento en que el manuscrito toma forma de diario, el Cova narrador pierde el control sobre su historia, pues «desconoce el rumbo que tomará su suerte». Así, aunque ya ha narrado episodios de su aventura selvática en los que manifiesta síntomas de locura, como se ha visto, podríamos decir que lo ha hecho mediante una escritura cuerda, bajo control, mientras que a partir del momento en que comienza el diario, la redacción se vuelve enajenada debido a la inseguridad y el desasosiego, tal y como expresa el mismo Cova, por ejemplo cuando dice: «¡Hace cinco días que se hallan ausentes, y la incertidumbre me vuelve loco!».

Por último, hablaré de otro aspecto de la personalidad de Cova que se transmite a la novela: la contradicción. Es un poeta que en tan extenso manuscrito no escribe un solo verso, (quitando algunos fragmentos de cancioncillas entonadas por otros, si bien es cierto que los capítulos iniciales de la segunda y la tercera parte podrían considerarse extensos poemas en prosa) y que sin embargo logra redactar una formidable novela (o la mayor parte de ella, si excluimos el marco del prólogo y el epílogo redactados por un José Eustasio Rivera ficcionalizado) en la cual, a pesar de ser una persona excesivamente individualista y de un egoísmo que llega a rayar en la psicopatía, da voz a otros personajes llegando él mismo a permanecer oculto, como cuando reproduce en estilo directo la truculenta historia que Helí Mesa les contó junto al fuego o como cuando hace lo propio con Clemente Silva y sus desventuras buscando a su hijo, cediendo el protagonismo al rumbero a lo largo de unas treinta y cinco páginas. Muestra Cova también su espíritu contradictorio en el primer párrafo de la obra cuando prácticamente se define como un depredador sexual que sueña con un amor ideal que encienda su espíritu. Asimismo, podemos encontrar este trasfondo incoherente en su comportamiento para con los demás, pues igual puede reaccionar con frialdad, crueldad o violencia, como puede erigirse en «amigo de los débiles y de los tristes», ofreciendo su ayuda a un maltrecho Clemente Silva para tratar sus heridas agusanadas o defendiendo a dos atormentadas niñas de una turba de caucheros violadores. Y todos estos aspectos contradictorios son transmitidos a la obra por el Cova narrador, por ejemplo, al encuadrar la primera parte de la historia en el locus amoenus de los llanos, el cual termina por no ser otra cosa que un preludio del descenso a los infiernos verdes. Montserrat Ordóñez apunta además a otra importante manifestación de la contradicción en la obra: las diferencias abismales entre las bucólicas fantasías de Cova o sus más intensos temores y la cruda realidad. Ejemplo de ello es la imposición del relato de la fuga traicionera de Alicia y Griselda con Barrera cuando en realidad se han marchado por despecho y buscando la supervivencia. 

En definitiva, la lectura de La vorágine nos permite conocer a un protagonista-narrador fuera de lo común, un Don Quijote de la selva repleto de contradicciones y psicopatologías que transmite su personalidad a la novela mediante una prosa poética tan bella y desgarradora como el infierno viviente que termina por devorarlo.

BIBLIOGRAFÍA

Ford, Richard, «El marco narrativo de La vorágine», en Ordóñez, Montserrat, comp., La vorágine: textos críticos, Bogotá, Alianza, 1987, pp. 307-316.

Gálvez, Marina, «José Eustasio Rivera», en Barrera, Trinidad, coord., Historia de la literatura hispanoamericana, tomo III, siglo XX, Madrid, Cátedra, 2008, pp. 93-98.

Ordóñez, Montserrat, «Introducción», en Rivera, José Eustasio, La vorágine, Madrid, Cátedra, 1990, pp. 9-71.