25/10/20

Reseña de «Juegos de la edad tardía» (1989), Luis Landero

Juegos de la edad tardía es un ejemplo, un homenaje y una exhibición. Lo primero se debe a que su autor, Luis Landero, trabajó durante ocho años ella, puliendo cada detalle como un orfebre, construyendo su universo como un demiurgo, insuflando vida a los personajes con maternal empeño y equilibrando cada escena con precisión milimétrica. Landero resistió aquellos largos años a la apremiante tentación de dar por concluida su historia gracias al estoico afán de barnizar a la criatura con otra capa adicional de maestría. Cuando por fin, en octubre de 1989 salió de imprenta, Juegos de la edad tardía fue recibida con una calurosa acogida por parte del público, la cual se vio corroborada un año después gracias a la obtención del Premio de la Crítica y del Premio Nacional de Literatura. Por todo ello, estamos ante un libro que constituye todo un ejemplo de prudencia, paciencia y perseverancia, más aún si tenemos en cuenta que Landero no fue un escritor precoz, que la lectura no jugó un papel esencial en su infancia y que logró hacerse un hueco en el Parnaso español con una opera prima publicada en la cuarentena (evidentemente, hablo en términos etarios, no epidemiológicos). 

Pero como decíamos, Juegos de la edad tardía es también un homenaje; un hermosísimo homenaje a la Literatura. Licenciado en Filología Hispánica, Landero se muestra como un buen conocedor y amante de las bellas letras, incluyendo en su novela, de forma directa o referida, una infinidad de géneros, estilos, corrientes y procedimientos. Así, paseando por sus páginas nos cruzaremos con la poesía heroica, el relato de intriga, el sainete, el realismo mágico, la experimentación formal, el comienzo in medias res, el monólogo interior, la técnica de las cajas chinas, alguna escena de elegantísimo erotismo, humor de altos vuelos o ternura encantadora, así como remembranzas y alusiones a Kafka, Cervantes, Quevedo, Platón, Joyce y probablemente a muchos otros que mi ignorancia no me permite percibir. 

Por último, Juegos de la edad tardía es una exhibición, un despliegue de talento inaudito, una muestra del más excelso dominio del lenguaje. Landero adora y mima las palabras. Sabe cómo combinarlas para evocar la imagen precisa, la sensación exacta. Con un léxico amplísimo y diverso, logra hacer saltar chispas de realidad en cada frase, emparejando formas y contenidos como un hechicero de la semántica. Baste un solo ejemplo para ilustrar lo que mi torpeza me impide describir adecuadamente: 

Enseguida, espoleado por el temor a la cobardía, salió a la puerta y miró la sala en penumbra. Sobre el organillo se amontonaba su indumentaria de impostor, y en un sillón había una caja de zapatos y seis libros iguales, abandonados a un orden de naipes perdedores. Junto a la ventana, en una silla que guardaba la ausencia de su dueña, distinguió la caja de los hilos y las agujas de tejer. Las cosas de siempre parecían envueltas en un aire hostil de novedad.

En definitiva, Juegos de la edad tardía es una obra inmensa, deliciosa y entrañable, una novela para leer pausadamente, saboreándola como si se tratase del primer y último helado del mundo, un libro que constituye la cumbre de la narrativa española contemporánea y que probablemente la posteridad llegará a considerar como el hermano pequeño de Don Quijote de la Mancha