Robert corría con todas sus fuerzas sobre los adoquines mojados. Intentaba moverse en zig-zag para no ser un blanco fácil, a pesar de lo cual, una bala de punta hueca le reventó en la espalda. A duras penas consiguió seguir corriendo, pero el dolor se hacía más insufrible a cada zancada.
Quizás si llegase al centro de la ciudad podría escapar de aquellos hombres. Se internaría entre la gente e intentaría desaparecer. Era posible que aun así le encontrasen, pero al menos tendría una oportunidad.
Se metió en un callejón lleno de ratas, cubos de basura y charcos de agua sucia. A sólo dos manzanas empezaría a cruzarse con gente. Tenía que atravesar el callejón como fuese.
La herida de la espalda le obligó a detenerse unos segundos a mitad de camino. Se apoyó en la pared, totalmente exhausto, mortificado por los cientos de trozos de bala que tenía incrustados en músculos y huesos.
Miró hacia atrás y vio a los hombres que se acercaban andando tranquilamente. Volvió a correr, pero un coche entró por la otra boca del callejón. Estaba rodeado y en la vida real no hay escaleras de incendios en situaciones como aquella.
Se dejó caer de rodillas en el suelo, reprimiendo el llanto. Por fin los hombres llegaron a su lado y le apuntaron con sus armas.
–Si no me matan les daré todo mi dinero– dijo Robert, suplicante.
–Nosotros somos millonarios– le respondió uno de ellos.