14/4/17

Te estoy haciendo una pregunta

¿Sientes el cansancio en el interior del cerebro,
en el fondo de la vida,
lo sientes,
sientes la apatía,
el peso de tu cabeza,
tu cabeza retorcida por unos guantes de acero,
notas el tiempo triturando tu piel,
despellejando tu alma,
sientes pústulas en los ojos,
lo notas,
notas llagas verdes reventando en tus ilusiones,
te das cuenta,
entiendes,
comprendes el fuego,
la muerte,
los números,
comprendes las cicatrices en la esperanza,
notas la fatiga de tu espalda,
de tu médula espinal exprimida como zumo entre las vértebras,
sientes el desahogo de tus células al contacto con las sábanas limpias,
las escuchas suspirar de alivio,
has notado alguna vez en el albor de la mañana la extenuación de tus párpados,
el anquilosamiento del petróleo en tu corazón,
has percibido los gritos de angustia de tus glóbulos rojos exhaustos de transportar oxígeno por tus venas consumidas,
dime,
sabes de qué te hablo,
sabes respirar,
sabes mantenerte en pie contra la gravedad y contra las máquinas y las personas,
contra los espectros y las puñaladas,
sabes de qué te hablo,
me estás prestando atención?





7/4/17

Con o sin tu ayuda

Despierto sobresaltado, con una cierta sensación de agobio. En otro tiempo lo habría atribuido a una pesadilla, pero nosotros no soñamos. Es una de las cuestiones que la literatura de vampiros no supo vaticinar: que nuestra actividad cerebral se tornaría casi nula cuando estuviésemos dormidos. No conocemos el motivo exacto por el que esto sucede, pero se está investigando. El estudio de nuestra naturaleza se encuentra en una etapa muy temprana de su desarrollo y todavía contiene demasiados interrogantes.

Antes de saludar a Wendy, me dirijo a la cocina para beber una gran cantidad de sangre. Necesito hacerlo si quiero controlar mejor las espantosas ganas de morderla que me sobrevienen cada vez que la veo. El sabor de la sangre clonada que consumimos es bastante decente, pero la original, la auténtica y pesada sangre humana que fluye por el sistema circulatorio de un individuo joven y sano… todo el mundo sabe que no existe comparación posible. Con el estómago lleno, al borde del empacho, no es que las venas de Wendy dejen de atraerme, pero al menos consigo que mi lado humano recupere un poco de presencia en mis emociones, posibilitando que el cariño que siento por ella sobrepase con creces mis deseos de dejarla seca.

Si viviese en la ciudad, me habría resultado imposible mantener a Wendy a salvo de mis semejantes. Afortunadamente, dispongo de una casa grande y aislada. Durante el día ella puede salir a pasear por el campo y tomar el aire con cierta tranquilidad. Por las noches, que es cuando existe un riesgo real y palpable para su vida, baja al sótano y se introduce en mi propio ataúd una vez que yo lo he abandonado. Es un buen escondite. Por un lado, está completamente impregnado con mi olor, lo cual disimula el suyo, y, por otro, se considera una falta de respeto gravísima husmear en ataúdes ajenos. En cualquier caso, la puerta cuenta con cerraduras de seguridad. Las ventanas, lógicamente, se encuentran tapiadas.

Después de tomar mi desayuno coincido con ella unos minutos. A veces pasamos un buen rato charlando, pero hoy se la ve triste y reservada. Lo cierto es que lleva un tiempo mostrando un semblante melancólico. Imagino cómo debe sentirse. Es una chica fuerte y está llevando todo esto con mucha entereza; aun así, está claro que todos tenemos nuestros límites. Le digo que se meta pronto al ataúd y me marcho a trabajar.

Una sociedad de vampiros no deja de ser un palpitante entramado de necesidades de todo tipo. Aunque algunas sean diferentes, otras muchas son prácticamente iguales a las que se daban en la antigua civilización humana: viajamos, nos vestimos, utilizamos electrodomésticos y redes sociales, leemos, escuchamos música… Precisamos y disponemos de un sinfín de profesionales: jueces y fontaneros, camareros y cirujanos, analistas de sistemas y programadores, taxistas, arquitectos, agentes inmobiliarios… También necesitamos gente que haga desaparecer los residuos y la suciedad que producimos con nuestras actividades cotidianas. Y ahí es donde entro yo: trabajo limpiando una estación de autobuses.

A la entrada me cruzo con Eva, una mujer robusta y agradable que trabaja vendiendo billetes de largo recorrido. Aparenta tener diez o doce años más que yo, aunque hoy en día la edad es algo que no tiene demasiada relevancia, puesto que somos potencialmente inmortales y no envejecemos; simplemente conservamos el aspecto que teníamos el día de la transformación. Le pregunto por su marido y su hijo y me dice que están bien.

La jornada transcurre con normalidad. Me cruzo con miles de personas que van de aquí para allá, tomando autobuses o bajándose de ellos, enredados en sus pensamientos, malhumorados, optimistas, apenados. Gente que camina arrastrando los pies o que abraza a sus seres queridos. Gente sin miedo a la muerte. Personas conscientes de que tienen la eternidad ante sí, compleja, sobrecogedora e incomprensible. Mientras tanto, yo barro y friego los suelos, vacío papeleras, recojo periódicos arrugados, folletos publicitarios y boletos de lotería sin premiar.

Durante el descanso, me siento con mis compañeros a tomar un poco de sangre de la máquina en vasitos de papel. Su sabor es horrible, pero a veces se hace difícil abandonar las viejas costumbres. Algunos de los muchachos fuman cigarrillos mientras charlan desapasionadamente de esto y de aquello.

―Dicen que en algunas zonas del planeta hay granjas de seres humanos ―relata uno de ellos―. Su sangre es carísima y muy pocos se la pueden permitir. Los humanos no son como los cerdos, que tienen embarazos rápidos y camadas numerosas. Criar humanos cuesta un dineral.

―Mataría por beber sangre de verdad ―dice otro compañero―. Mataría por volver a los tiempos oscuros.

Los tiempos oscuros comenzaron el día en que, aproximadamente, un quinto de la población mundial se transformó. Todavía desconocemos la causa. Se barajan hipótesis dispares: desde una enfermedad espontánea hasta un ataque extraterrestre, pasando por un microorganismo gestado en las entrañas de algún laboratorio perteneciente a una organización terrorista, a un gobierno en la sombra, a una conspiración mesiánica. La cuestión es que, a pesar de ser minoría, en pocas semanas llevamos a los humanos prácticamente a la extinción. Un hombre adulto podía tener unos cinco litros de sangre en su interior mientras que nosotros necesitamos beber tres o cuatro litros cada día para sentirnos bien. La consiguiente escasez de humanos provocó que millones de los nuestros muriesen de inanición en los meses posteriores. Afortunadamente, unos cuantos tipos brillantes y visionarios tomaron conciencia del problema desde el principio y lo solucionaron con la producción masiva de sangre clonada, una línea de investigación que los seres humanos ya tenían muy avanzada, aunque para otros fines. Aquéllos fueron los llamados tiempos oscuros. A pesar de todo el caos y el sufrimiento, algunos los recuerdan con nostalgia, pues resultaba relativamente sencillo cruzarte con algún grupo de humanos supervivientes si te esforzabas un poco buscando.

Salgo del trabajo, cojo el coche y me dirijo a las afueras. Siempre lo hago. Aprovecho que quedan unas horas de oscuridad para recorrer pueblos abandonados en busca de comida para Wendy. Ella no debe ir por ahí conduciendo. Alguien podría verla, aunque lo hiciese de día. Por eso tengo que encargarme yo. Nosotros ya no fabricamos ningún tipo de alimento, salvo la sangre clonada. Yo voy guardando para ella todo lo que encuentro en las casas: latas de conserva, medicinas, suplementos alimenticios… Ella lo complementa recogiendo algunos frutos silvestres durante el día. Aun así, estoy empezando a inquietarme. Es evidente que llegará un momento en que este sistema no dé más de sí. Tenemos que pensar en alguna alternativa.

Llego a casa después de horas buscando provisiones y descubro que Wendy ha desaparecido. Quizá por eso me sentí angustiado al despertar. Hay quien dice que estamos desarrollando una especie de precognición a nivel emocional. Es otro interesante campo de estudio.

Wendy no se marcharía sin avisarme de algún modo. Busco inútilmente una nota mientras me voy quebrando por dentro. Las piernas me tiemblan. La atmósfera se torna densa e irreal. Me lanzo como un loco a registrar la casa. Ni rastro de ella. Ni la veo ni percibo su olor. Me dirijo al exterior convertido en una masa de nervios. El cielo se está aclarando. Al este, las cumbres de las montañas empiezan a refulgir. No me queda tiempo. La piel me arde. Los ojos me escuecen. Debo ocultarme. Muerto no podré hacer nada por ella. Corro hacia el sótano y me deslizo al interior de mi ataúd. Estaré atrapado durante unas catorce horas.

Por favor, Wendy, mantente a salvo.

Cuando por fin el reloj me avisa de que es completamente de noche, salgo del ataúd y me encuentro a Wendy en el suelo, apoyada en la pared de enfrente. Aterrorizado, me lanzo junto a ella. Está viva. Está consciente. La abrazo. Tiene los labios hinchados y amoratados. También una ceja partida de la que fluye un hilillo de sangre. Está sucia, tiene rota la camiseta. Lucho por ignorar sus deliciosas heridas. Me veo tentado a limpiarle la cara con un dedo y llevármelo a la boca. Consigo resistir, al menos de momento.

―¿Qué te ha pasado?

―Conocí a alguien.

―¿Un humano?

―Sí, un chico algo mayor que yo. Me dijo que había un refugio. Que estaba buscando supervivientes. Me dijo que era un lugar protegido por vampiros buenos. Por gente como tú.

Empieza a llorar. Se la ve completamente abatida. Siempre temí que esto pudiese ocurrir. Los humanos también tienen instintos. Wendy necesita compañía de los suyos. Necesita cosas que yo no podría darle. El deseo sexual no existe entre nosotros. Al transformarnos dejamos de producir testosterona, oxitocina y demás hormonas relacionadas con el sexo y el amor romántico. En su lugar empezamos a generar hormonas nuevas, como la endonalina, que se encarga de intensificar nuestro apetito por la sangre humana.

Si pudiera transformarla… Si eso fuera posible, todo se arreglaría. Creo que ella aceptaría encantada. Por desgracia es algo que no sobrepasa los límites de la ficción. Nuestra mordedura no transforma humanos. Sólo los mata.

―¿Dónde está?

―No hace falta. Yo misma le di su merecido.

―Lo encontraré con o sin tu ayuda.

Vacila un instante, pero acaba diciéndomelo.

―Creo que marchó hacia la zona boscosa que hay entre el arroyo y las colinas.

―Métete en el ataúd.

Atravieso la puerta y me detengo un momento para aspirar el aire nocturno. La luna brilla enorme en el cielo, acompañada por millones de estrellas temblorosas.

Prepárate, pequeño bastardo. Estoy hambriento y me has regalado la excusa perfecta para dejar de lado mis principios.


6/4/17

Orines y pescado podrido

Los padres de Víctor se habían marchado unos días al pueblo, así que aprovechamos para estar un rato en su casa antes de salir por ahí. Estuvimos escuchando música, bebiendo cervezas y metiéndonos cocaína. Yo tenía diecisiete años. Todos los veranos viajaba allí con mis padres, a Viejamar, una decadente ciudad costera en la que mis abuelos compraron un apartamento hace muchísimos años. Viajar allí era lo más económico, lo único que nos podíamos permitir. Yo tenía un par de amigos en aquel sitio. Uno era Víctor, el dueño de la casa y el otro se llamaba Aitor.

La brisa nocturna se colaba por el ventanal mientras escuchábamos el A noncling doll de los Hatchels y Aitor peinaba cocaína sobre la superficie de un pequeño espejo que cogimos del cuarto de baño.

―Mi hermano pequeño va a follar antes que vosotros ―dijo Aitor. Chupó el borde de su DNI y, con un tubito metálico, esnifó la raya más grande―. Creo que deberíais ir de putas.

―Pues yo creo que debería ir a ver a tu madre― dijo Víctor, y empezamos a reírnos.

Aquellos chicos vivían allí, habían nacido y se habían criado en Viejamar. Los conocía desde hacía años, desde pequeño, aunque ya no recuerdo exactamente de qué. Quizá de bajar a la playa o de la feria, ¿qué más da? Víctor era muy grande, parecía un toro con algo de sobrepeso; llevaba el pelo largo y un poco grasiento. Era buena gente, la típica persona que inspira confianza. Aitor, sin embargo, era un cabrón. Recuerdo que una vez salimos por ahí él y yo solos, sin Víctor, y yo acabé muy borracho; era incapaz de distinguir lo que se encontrase a más de medio metro de mis ojos. Él iba bien y empezó a aburrirse, así que me dijo que se marchaba a casa. Yo le pedí que se quedase un rato conmigo hasta que se me pasara un poco la borrachera. El cabrón dijo que no me veía tan mal y cuando me quise dar cuenta se había marchado; me había dejado tirado como trapo sucio. A la mañana siguiente desperté sobre las rocas, al lado del mar, con la cara y los brazos quemados por el sol. Alguien me había cortado un bolsillo con unas tijeras y me había robado la cartera.

―Esnifa, gordo yonki ―dijo Aitor, cediendo su sitio a Víctor.

―Yo nunca me follaría a una puta ―dijo Víctor. Esnifó uno de los tiros y me pasó el tubito de metal―. Prefiero morir virgen.

―¿En serio? Pues yo…― Hice una pausa y esnifé y sentí cómo la cocaína atravesaba mi cerebro hasta diluirse en mi alma, llenándome por completo de vitalidad y de locura―… joder, yo creo que esta va a ser mi noche.



La zona de bares de Viejamar siempre estaba llena de gente, sobre todo guiris. Un constante olor a orines y pescado podrido lo envolvía todo. Había muchísimas tías buenas con vestidos muy cortos y bronceados muy intensos.

Nosotros solíamos sentarnos en uno de los bancos de piedra que había en la plaza de la iglesia. Allí nos emborrachábamos con alcohol barato y mirábamos a la gente pasar. Después íbamos un rato a los discopubs a intentar conocer chicas, lo cual no sucedía casi nunca.

Aquella noche habíamos comprado una botella de whisky y otra de agua y bebíamos la mezcla en vasos papel. Ya no nos quedaba cocaína y tampoco teníamos dinero para comprar más. Eso nos deprimía un poco.

Yo me encontraba de pie frente a mis amigos, que fumaban cigarrillos sentados en el banco. Se me había cruzado un cable y les estaba dando una especie de verborreico mitin político. Ellos me miraban con cara de aburrimiento.

―¡… porque todo el mundo se queja, pero luego nadie va a partirse la cara con la policía!

Di un trago enorme de whisky con agua y me sequé la boca con el dorso de la mano. Los efectos de la cocaína se iban disipando, cediendo sitio a los del alcohol.

Alguien tocó mi hombro y al girarme vi una chica sonriente. Era bajita y morena y llevaba mucho maquillaje.

―¿Eres de Lobbia? ―me preguntó.

―No, soy de Dirdam ―respondí―. Mis amigos son de aquí, de Viejamar. Son perturbados autóctonos.

La chica y yo nos reímos.

―Creíamos que eras de Lobbia por las pintas que llevas― dijo. Alcé la vista por encima de su hombro y vi que en un banco cercano había un grupo de unas diez chicas mirando hacia nosotros.

―Simpatizo con las luchas sociales de Lobbia. En Dirdam somos todos unos mierdas. ―Señalé hacia nuestras botellas―. ¿Te gusta el whisky? Ya no nos queda mucho, pero hay suficiente para una ronda.

―La verdad es que no ―dijo arrugando la nariz―, pero tenemos un montón de bebida, por si os apetece venir con nosotras.

¿Quién podría haber dicho que no a algo así?



Estuvimos emborrachándonos con ellas durante dos horas, más o menos, y después fuimos todos a un discopub a bailar y a castigar nuestros oídos con pseudomúsica. Después de un rato en aquel antro, mis amigos y yo salimos a la calle a fumar un canuto de marihuana.

―Si hoy no follamos es que somos maricones ―dijo Aitor.

Del interior del discopub salió una de las chicas, la bajita que se había acercado a hablar con nosotros en la plaza de la iglesia.

―Oye ―me dijo―, ¿quién te gusta? Puedes enrollarte con la que te apetezca.

Al oír aquello casi se me sale el corazón por la boca.

―¿Puede ser contigo? ―le pregunté.

―No, yo tengo novio. Con cualquiera de las demás.

―Uhhhhmmm, pues con la rubita de las tetas enormes.

―Se llama María.

―Con María.

―Ahora vengo ―dijo la chica sonriéndome con complicidad.

―Eh, ¿y qué pasa con nosotros? ―preguntó Aitor.

―De vosotros no me han dicho nada, lo siento ―respondió antes de marcharse hacia el interior del discopub.

―¡Putas zorras calientapollas! ―dijo Aitor.

Me dio pena por Víctor. Ojalá alguna hubiese estado interesada en él. Se lo merecía. Respecto al Aitor, me alegró que se quedase a dos velas con la envidia carcomiéndole las entrañas.

A los pocos minutos la chica bajita apareció con María cogida de la mano. La colocó a mi lado como si fuera una niña pequeña que necesitase supervisión adulta para actuar.

―Bueno, os dejamos solos. Portaos bien ―dijo la chica mientras se llevaba a mis amigos. Víctor me sonrió y me guiñó un ojo antes de desaparecer tras la puerta del discopub.

María y yo estuvimos un rato allí de pie sin decir nada. Le ofrecí el porro, pero dijo que no. Yo estaba mareado. En el discopub había estado bebiendo de las copas de todas las chicas y cada una tomaba algo diferente. Me costaba mucho esfuerzo mantener la cabeza erguida.

―¿Vamos a un sitio más tranquilo? ―preguntó María.

―Sí ―respondí.



Caminamos en dirección al paseo marítimo, alejándonos del ruido y de la gente. Nos sentamos en un solitario banco en medio de las rocas. Era una noche sin luna y no se veía la línea del horizonte, tan sólo una oscuridad profunda y sobrecogedora.

Estuvimos hablando un rato. Yo cada vez me sentía peor y apenas podía levantar la vista del suelo. Me dijo que su hermano había muerto unos meses antes y que ella había estado de psiquiatras después de un intento de suicidio. «Pobre chica», pensé.

Yo no sabía qué decir, así que la besé. Sujeté su cara con las manos. Era increíblemente suave. Empecé a besarle el cuello y los hombros. Ella cogió mi mano derecha y se la llevó a las tetas. Me pareció que debían de ser las mejores tetas de la historia. Metí la mano por debajo de su camiseta y el tacto del sujetador me hizo estremecer. La cabeza me daba vueltas y empecé a sentirme bastante mal. Aguanté unos segundos más, pero me sobrevino una arcada y tuve que apartarme para no vomitarle encima.

―Dios, no. Joder. Dios mío―balbuceaba yo entre bocanada y bocanada de vómito. Todo empezó a oler a alcohol rancio.

―Tranquilo, hombre ―me dijo María acariciándome la espalda.

―¿Tienes un pañuelo?

―No.

Me limpié la boca y las lágrimas con la camiseta y me recosté en el banco.

―¿Estás bien? ―me preguntó.

―Sí ―respondí.

Entonces vomité un poco más.

―Vamos, te acompaño a casa ―dijo María.

―Lo siento. He bebido mucho.

―Ya veo.

De camino a casa, María me invitó a un cigarrillo y me cogió de la mano. Era una autentica preciosidad. Quiso darme un beso de despedida, pero me aparté. Le dije que me daba vergüenza, que mi boca debía apestar. Me besó en la mejilla y me dio las buenas noches.



A la mañana siguiente desperté sobresaltado. Cogí el móvil y llamé a María como si se fuese a acabar el mundo. Me moría por verla. Estaba hecho polvo por la resaca, pero jamás había experimentado tal grado de felicidad. Sentía que la noche anterior había empezado a vivir, que todos mis días precedentes no habían sido más que una maldita farsa, un trámite burocrático para llegar al momento en que María se cruzase en mi camino.

Lo malo fue que no hubo respuesta. Ni a aquella llamada ni a ninguna de las demás. Por la noche me llegó un mensaje de texto que decía:

Lo siento, no he superado lo de mi hermano y no tengo ganas de estar con nadie, sólo con mis amigas. Cuídate.

Fui a la cocina y cogí una cerveza. Estaba completamente destrozado. Salí a la terraza, di un buen trago y encendí un cigarrillo. Entonces apareció mi padre y dijo:

―¡Qué coño haces fumando!