28/12/20

Analgésicos

Un insoportable dolor de cabeza obligó a Mateo a marcharse de la oficina aquella mañana. Caminaba por la avenida principal arrastrando su malestar como un lastre de gruesas cadenas oxidadas. Le consolaba pensar que en pocos minutos llegaría a casa y podría tomarse algo fuerte para intentar dormir hasta que todo volviese a la normalidad. 

Fue a la altura de la tienda de los Amber cuando, como alertado por una señal invisible, giró la cabeza hacia el otro lado de la calle y vio a su hija Clara con otras tres adolescentes. Una de ellas era Linda, la mejor amiga de Clara desde hacía años. A las otras dos no las conocía, pero no le gustaron. Parecían malas influencias. Insolentes, altaneras, frívolas y un sinfín de adjetivos similares revolotearon por su cabeza como polillas encerradas en un tarro de cristal. Su hija lo vio justo cuando le pasaban un cigarrillo. Se quedó boquiabierta mientras él la observaba perplejo y los coches corrían de un lado a otro quebrando intermitentemente el flujo de miradas. Entonces Clara, sin apartar la vista de su padre, se llevó el cigarrillo a los labios, dio una profunda calada y expulsó el humo con fuerza y hacia delante, como si quisiera atravesar toda la calle y llegar hasta él. Las demás chicas se dieron cuenta de la situación y empezaron a marcharse de allí, llevándose a Clara cogida de la mano. Mateo apretó los puños y sitió cómo su malestar se vivificaba hasta extremos lacerantes. 

Cuando despertó de la siesta, el dolor se había sosegado notablemente aunque seguía encontrándose muy lejos de un estado físico apacible. Se acercó al ventanal del dormitorio. El cielo estaba cubierto de nubes densas, lúgubres y acechantes. Apoyó la frente en el vidrio helado y el contacto le resultó agradable, balsámico. A lo lejos, empezaron a sonar truenos. Sentía su vibración en la cabeza además de escuchar su impetuoso rugir. Poco después, la tormenta dio comienzo y las primeras gotas de lluvia vinieron a estrellarse contra el cristal delante de sus ojos. 

Mateo salió al pasillo y bajó al primer piso. Todo estaba prácticamente a oscuras. Se conformó con la desanimada luz de las farolas recién encendidas para llegar hasta la cocina sin sufrir inoportunos tropiezos. Una vez allí, preparó una taza de leche caliente acompañada de otro par de analgésicos. Amanda, su mujer, no parecía estar en casa. ¿Qué compromiso la mantendría ocupada aquella tarde? ¿Clases de yoga? ¿Taller de escritura creativa? ¿Reunión de arpías al calor de los martinis y la cháchara hueca y envenenada? Quién podría saberlo… Clara debía de estar en su cuarto, aunque en ese momento no podía tener certeza de ello. También se suponía que por la mañana tendría que haber estado en clase... Desde allí no se escuchaba un solo ruido, aparte de aquellos provocados por la tormenta o por el deambular de algún vehículo solitario. Quizás estaba solo en casa. ¿Tenía Clara actividades después del instituto? Era posible. De más pequeña estuvo asistiendo a clases de dibujo. No lo hacía demasiado bien pero a ella le entusiasmaba llenar folios y más folios con extrañas criaturas repletas de cuernos, ojos y brazos armados con hachas o espadas. Todo aquello había quedado atrás hacía muchos años. Su hija ahora tendría otros intereses, pero él no estaba muy seguro de cuáles podrían ser. Le asqueaba recordar la escena de la mañana. ¿Es que era eso lo que le interesaba a Clara ahora? ¿Hacer novillos, empezar a fracasar en el instituto, destrozar su salud? ¿Qué se creía esa niña? Apenas acababa de cumplir catorce años y ya pensaba que sabía más que nadie. ¿Por qué eran así los chicos de hoy? La idea de tener que ir a echarle la charla hacía que se sintiese hundido. Él no solía meterse demasiado en los asuntos de su hija ni mucho menos en los de su mujer, y hasta entonces todo parecía haber marchado de un modo aceptable. En cualquier caso, resultaba evidente que esta vez no podía quedarse al margen. Tenía que tomar cartas en el asunto. 

Se encontraba sumido en estas reflexiones cuando escuchó a Clara abrir la puerta de su habitación y dirigirse al cuarto de baño. Sintió una penetrante punzada de inseguridad y decidió batirse en retirada. Al día siguiente, razonó, se encontraría en mejores condiciones para tener unas palabras con su hija. Subió de nuevo al dormitorio, se tumbó en la cama y enseguida empezó a quedarse dormido mientras los analgésicos aliviaban su dolor al compás del letárgico repiqueteo de la lluvia sobre su vivienda. 

Por la mañana se encontraba mucho mejor. Ya no llovía, quizás desde hacía horas, pero los cielos aún se mostraban grises. De todas formas, telefoneó a la oficina para informar de que no podía ni moverse de la cama. El mundo no iba dejar de girar porque él se tomase un respiro extra. 

Bajó a la cocina y se encontró con su mujer, que ya estaba vestida y pintarrajeada como si fuese a un desfile. 

―Vaya, se me había olvidado que tengo un marido ―dijo ella sin apartar los ojos de una revista de moda y belleza―. Hay café recién hecho, si quieres. 

―Ayer me dolía mucho la cabeza y me fui pronto a dormir. De hecho, tuve que marcharme de la oficina ―explicó mientras se servía café. 

―Si yo lo dejase todo cada vez que me duele la cabeza, no sé qué iba a ser de nosotros ―dijo Amanda. Tomó un trago de café mirando a su marido por encima del borde de la taza y volvió a depositar su atención en la revista. 

―Escucha. Ayer por la mañana sorprendí a la niña haciendo novillos con Linda y otras dos pelandruscas. 

―No me digas. 

―Por si fuera poco estaban fumando. Estaban ahí las cuatro plantadas en medio de la avenida principal, fumando como busconas. Y en horario de clase. ―Empezó a caminar por la cocina con la taza de café en la mano―. ¿Quién se ha creído esa niñata? ¿Tan pronto piensa empezar a tirar su vida a la basura?

―Vaya, como mínimo te habrán nominado al premio al mejor padre del siglo. 

―Me da igual que te rías de mí, bien lo sabes. Pero esto es muy serio. No podemos dejar que se salga con la suya. 

Amanda apartó la revista y la taza e irguió su postura, como hacía siempre que se disponía a dejarle en evidencia. 

―Muy bien, cariño. Tienes toda la razón. Deberías ir ahora mismo a hablar con ella. Está en su cuarto, terminando de prepararse para ir al instituto. Pero antes, es mejor que sepas una cosa.

―¿El qué?

―Ayer tu hija no estaba haciendo novillos. Su profesor los había mandado a todos a casa. Un chico de su clase se ha suicidado. Era el chico que le gustaba, por cierto. No saben por qué lo hizo. Al parecer su familia no tenía grandes problemas. Con estas cosas nunca se sabe. 

―Joder…

―Venga, es el momento de que vayas a hablar con tu hija. Pero olvídate de ese cigarrillo, al menos por un tiempo. Ahora eso no tiene ninguna importancia. 

Mateo salió de la cocina y dirigió sus pasos lánguidamente hacia la habitación de Clara. La puerta estaba cerrada. Del otro lado llegaba el monótono murmullo del secador de pelo. Mateo elevó el puño para llamar con los nudillos, pero al instante lo dejó caer, se dio la vuelta y subió al dormitorio. 

Parecía que el dolor de cabeza volvía a hacer de las suyas. 



27/12/20

Inevitable

Eran las cinco de la tarde cuando llamaron al timbre. Yo estaba en mi habitación, fumando un cigarrillo y contemplando plácidamente la lluvia a través de la ventana. No esperaba visita, por lo que me molestó bastante que alguien tuviera que venir a estropear aquel reconfortante momento. Aplasté el cigarro en el cenicero y me dirigí con desgana hacia la puerta. 

Resultó que la persona que esperaba al otro lado era yo mismo, aunque con veinte o treinta años más. Me quedé observándolo (¿observándome?) en silencio durante unos instantes y un doloroso sentimiento de tristeza fue brotando en las profundidades de mi ser. Estaba muy delgado y apenas le quedaba pelo. Su piel se mostraba arrugada, seca y oscurecida. Llevaba puesto un viejo chaquetón negro lleno de manchas y descosidos. Estaba empapado por la lluvia y tiritaba de frío. Me miró a la cara y me reconocí claramente en sus ojos tristes y suplicantes. Me eché a un lado y le dije:

―Pasa, por favor.

Colgué su abrigo en el perchero y le di una toalla para que se secase. Con un leve movimiento de cabeza me dio las gracias. Se puso a caminar por el salón, mirando a su alrededor con serenidad, rozando muebles y objetos con la punta de los dedos. Le ofrecí café y me dijo muy amablemente que prefería algo de comer, así que le preparé un bocadillo que devoró tan rápido como le permitieron sus artríticas manos. 

Cuando terminó me senté frente a él, encendí un cigarrillo y le acerqué el paquete de tabaco deslizándolo sobre la mesa.

―Tengo cáncer de pulmón― dijo mientras cogía uno. 

Le di fuego y observé cómo aspiraba una profunda calada, expulsaba el humo, y empezaba a toser con violencia. 

―¿Por eso has venido?― le pregunté―. ¿Para convencerme de que lo deje antes de que sea demasiado tarde?

Me miró a través de la neblina generada por nuestros cigarrillos y sonrió condescendiente. 

―No, no. Eso no serviría de nada. No hay absolutamente nada que se pueda hacer para que lo dejes. Seguirás fumando toda tu vida y tendrás cáncer de pulmón, como yo. No hay forma de cambiar eso. Sé que cuesta entenderlo, pero no lo dejarás puesto que yo nunca lo he dejado.  

―Entonces, ¿a qué has venido?

Se sacó del bolsillo una cajita negra que colocó sobre la mesa con cuidado, muy despacio, como si se fuera a romper.

―Necesito tu ayuda― me dijo con la voz quebrada. 

Entre caladas y ataques de tos me contó que acababa de salir de la cárcel tras una larga e injusta condena. Su sociedad le había dado la espalda. No podía trabajar, no tenía casa, ni familia, ni amigos; no recibía ningún tipo de ayuda pública o privada. 

―Estoy muy enfermo, totalmente acabado. No quiero pasar el poco tiempo que me queda arrastrándome por las calles, buscando comida en la basura, apestando, sumido en la miseria y la tristeza, desesperado… 

―¿Qué hay en la caja? ―pregunté con desconfianza. 

―Verás, conocí a un buen tipo en un hospital, una persona extraordinaria. Me dio esto. 

Abrió la caja y vi que en su interior había una jeringuilla llena de líquido. 

―Es una dosis letal de morfina ―dijo con una leve sonrisa. Me mostró sus manos temblorosas y atrofiadas y añadió―: Yo no sería capaz de inyectármela, apenas puedo sujetar un bolígrafo. Y no, sé lo que estás pensando, no puedo quedarme aquí contigo. Ya deben saber que estoy en otro tiempo y me estarán buscando para llevarme de vuelta. Esta es la única solución para mí y tú eres el único que puede ayudarme. 

Se remangó el brazo izquierdo y me lo mostró. Las venas se veían verdosas y enormes bajo su maltrecha piel. Un destello de esperanza en sus ojos terminó de convencerme. 

Le pedí que se tumbase en el sofá e hice lo que tenía que hacer. Me quedé observando cómo abandonaba este mundo, el rostro colmado de felicidad. Después llamé a la policía y les conté que había ayudado a un hombre a morir. 

Afuera seguía lloviendo. Encendí de nuevo un cigarrillo y me quedé mirando por la ventana, a la espera de que llegaran los coches patrulla, aguardando un destino que ya no tenía secretos para mí. 

15/12/20

Poema inédito del famosísimo poeta millennial señorito Sol Manuela, vanguardia y honor de la ultimísima poesía castellana, intitulado "Luciérnagas en la nieve" que incluye un muy boen dibujo de arte artístico fecho por el autor

Hombres malos, hombres caca

sus pollas como flagelos

de

            semen

                                semen 

                                                    se me en

ciende la rabia

por mis hermanas

soy un hombre tengo poder

te obligo a que me comas la polla, puta

palabrotas, palabrotas

todo es tan doloroso

es como cuando en la infancia te caías de rodillas sobre la arena filosa del parque

llanto, llanto

puta, cómeme la polla

es mi privilegio masculino

las cosas duelen como las cosas que duelen

los abrazos se dan con los brazos

los hombres son malos

usan sus brazos para matar

chupa mi mermelada de lefa, puta

todo es bonito

todo es feo

luciérnagas en la nieve.