29/5/19

La novela española desde 1939: un rápido vistazo


La Guerra Civil provocó que la narrativa española tomase dos caminos a partir de 1939, cada uno con sus propias particularidades. Por un lado, los novelistas que se vieron abocados al exilio desarrollaron su labor literaria en libertad y sin aislamiento cultural, aunque condicionados por el hecho de tener que empezar una nueva vida en un país extranjero, habiendo dejado atrás seres queridos y propiedades, y sufriendo la incertidumbre en torno al posible regreso y al destino de sus compatriotas. Por otro lado, aquellos narradores que se quedaron en España tendrían que enfrentarse a considerables inconvenientes a la hora de concebir sus obras, como la censura, especialmente férrea en los primeros lustros, así como a la imposibilidad o extrema dificultad de acceder a las nuevas técnicas literarias que se fuesen desarrollando en el plano internacional.

LA NARRATIVA DEL EXILIO

Los exiliados, aislados del desarrollo de la sociedad española, centraron sus obras en la guerra civil y sus consecuencias. La experiencia del exilio o los problemas sociales del mundo occidental constituyeron también fuentes primarias de material narrativo. En cuanto a su estilo literario, podemos decir que son representantes de un realismo de carácter innovador, salvo en algunos casos como el de Arturo Barea, cuyas obras resultan herederas de un realismo de corte más clásico. En cualquier caso, hemos de tener presente que, como no puede ser de otro modo, en un grupo de autores tan numeroso tiene que existir una gran heterogeneidad. 

Rosa Chacel se exilió en Brasil y Argentina, pudiendo realizar un primer viaje a España en 1962. Sus novelas son lentas, con poca trama argumental y muy centradas en el mundo psicológico de los personajes. La memoria es un elemento fundamental. Entre sus obras del exilio destacan Memorias de Leticia Valle (1945), sobre las reflexiones intelectuales de una niña, y La sinrazón (1960) que constituye su novela más importante, en la que de nuevo la autora se proyecta en el protagonista para plasmar una serie de recuerdos y cavilaciones, algunas sobre España. Entre el exilio y su regreso escribe la trilogía compuesta por Barrio de Maravillas (1976), Acrópolis (1984) y Ciencias naturales (1988), en la cual trata los temas típicos de la narrativa de los desterrados: la realidad social de España desde comienzos del XX hasta la guerra y la experiencia del exilio. 

Ramón J. Sénder se exilia en Francia a finales 1938 desde donde viajará a México y Estados Unidos. Su obra pasa del compromiso político anterior a la guerra, a una amplia pluralidad de enfoques. Sus libros empiezan a conocerse en España en los sesenta, y muestran preocupación por los problemas del ser humano, tanto individuales como colectivos. Su estilo es por lo general sobrio, claro y preciso. Réquiem por un campesino español, publicada en 1953 (con el título de Mosén Millán) es una de sus mejores obras y en ella muestra dos planos temporales entrecruzados, bellas escenas costumbristas, y una trama originada en los acontecimientos relacionados con la segunda república y el estallido de la guerra. 

Francisco Ayala marcha exiliado a Buenos Aires en 1939 y regresa por primera vez a España en 1960. Sus novelas se centran en la crisis de valores en occidente a partir de los horrores de las guerras mundiales. Maneja con maestría la diversidad de perspectivas y se decanta por el uso de la primera persona frente al narrador omnisciente. Su estilo es elaborado, de expresión precisa, e intenta imprimir originalidad en su prosa. Una de sus principales obras del exilio es Los usurpadores (1949), una colección de relatos vertebrados en torno a la idea del abuso de poder y ambientados en una España de tiempos remotos. 

Arturo Barea se exilia primero en Francia y después en Inglaterra, donde vivirá el resto de su vida. Toma como referentes a Galdós y Baroja y practica un realismo sencillo y eficaz no exento de un tono íntimo y entrañable. Logró un éxito impresionante con la trilogía La forja de un rebelde (1941-1944), publicada primero en inglés, saliendo de imprenta en España en 1971, cuando ya era conocida en numerosas lenguas. Los tres volúmenes narran la vida del autor y ofrecen un detallado panorama de la sociedad española desde principios de siglo hasta la guerra civil. 

Max Aub se exilió en Méjico en 1942. En 1939 había escrito la primera novela de El laberinto mágico, su saga sobre la guerra civil, que se compondría de los títulos Campo cerrado (1943), Campo de sangre (1945), Campo abierto (1951), Campo del Moro (1963), Campo francés (1965) y Campo de los almendros (1967). Es considerada como una de las obras narrativas más amplias y profundas sobre el conflicto. 

Pasemos ahora a centrarnos en aquellos autores que se quedaron en España, donde irán sucediéndose diferentes corrientes literarias muy influidas por el devenir de los acontecimientos culturales, sociales y políticos, las cuales, por convención, se han ido emparejando con sucesivas décadas del siglo XX. De este modo, tendríamos, por ejemplo, la llamada novela existencial en los años cuarenta, la novela social en los cincuenta, o la novela experimental o estructural en los sesenta. Aunque nos vamos a ocupar de estas corrientes predominantes, es necesario señalar que existieron otras tendencias al margen de ellas. Por ejemplo, una serie de novelistas como Juan Antonio de Zunzunegui o Elisabeth Mulder se mantuvieron fieles a un realismo de tipo decimonónico mientras que otros como Pedro de Lorenzo y Eulalia Galvarriato compusieron obras basadas en un realismo esteticista de prosa muy cuidada. Alejados de los moldes del realismo pero también con una esmerada estética, tendríamos a escritores como Álvaro Cunqueiro o Joan Perucho, que concibieron historias enmarcables en la fantasía medieval o legendaria. Es de destacar, por último, una narrativa humorística escrita por autores como Miguel Mihura o Antonio Mingote que, aunque en ocasiones dejaba traslucir algún atisbo de crítica social, por lo general evitaba buscar problemas con la censura. 

LOS AÑOS CUARENTA Y LA NOVELA EXISTENCIAL

La novela existencial tuvo entre sus principales representantes a Camilo José Cela, Miguel Delibes y Carmen Laforet, autores que vivieron la guerra siendo adultos y que mostraron cierto aislamiento o independencia respecto a sus compañeros de profesión. Algunos de sus temas básicos son la incomunicación y la incertidumbre del destino humano. Sus personajes son seres desorientados que caminan a la deriva dando bandazos ante un impasible desarrollo de los acontecimientos, marcados por el sinsentido, la desesperación y la muerte. En el aspecto técnico, destaca el uso de la primera persona, el relato autobiográfico, el monólogo interior y la narración objetiva de los hechos, en ocasiones brutales. Estas novelas, a pesar de la censura, describieron con crudeza la situación de miseria y angustia social, mostrándose como inquietantes anomalías dentro del panorama literario triunfalista afín al régimen, de un modo similar a como también se mostró el poemario de Dámaso Alonso Hijos de la ira

La familia de Pascual Duarte (1942) es la obra puntera de la corriente que se vino a llamar tremendismo, un tipo de novela existencialista construida mediante un brutal realismo expresionista de cuidada elaboración formal que narra hechos violentos y desagradables. Cela cosechó un extraordinario éxito con su debut como novelista, haciendo tambalearse los cimientos del panorama literario de posguerra y escandalizando a buena parte de la sociedad, ganándose el rechazo de la iglesia, que tachó la obra de inmoral y repulsivamente realista. Entre sus influencias se encuentra la novela picaresca, el naturalismo o la narrativa cervantina, en especial por el uso de la técnica del manuscrito encontrado. Cela fue un escritor que se caracterizó por la innovación, de tal forma que llevaba a cabo un nuevo ensayo en cada obra. Así, sus siguientes novelas, no repitieron la fórmula del tremendismo a pesar del éxito que le había reportado. Pabellón de reposo (1943), a la que Cela se refirió como “el anti-Pascual”, es una novela de ritmo lento que, con una rica prosa poética, nos habla sobre los internos de un sanatorio. Por su parte, Nuevas andanzas y desventuras de Lazarillo de Tormes (1944) supuso un intento de traer a nuestros tiempos el género picaresco. Así pues, vemos que Cela se negó a transitar el camino que él mismo había dejado abierto. 

Nada (1945) de Carmen Laforet, ganadora de la primera edición del Premio Nadal, constituye la segunda obra fundamental del existencialismo tremendista, aunque de una violencia más psicológica que física, sin verse exenta de esta última. Es una novela pesimista y desoladora en la que sus seis personajes viven atormentados en un ruinoso piso de Barcelona. Algunas características de la narrativa de Laforet se muestran claramente en esta novela, como la construcción de agresivos personajes sumidos en un ambiente hostil y la síntesis narrativa entre invención y recuerdo. En 1952 vio la luz La isla y los demonios, una novela similar a la anterior, aunque algunos críticos señalan que la supera en cuanto a técnica narrativa. Posteriormente, Laforet publicó varias novelas breves de gran calidad caracterizadas por sus nuevas inquietudes religiosas. 

Al igual que Cela y Laforet, Miguel Delibes también logró un gran éxito con su primera novela, La sombra del ciprés es alargada (1948), ya que obtuvo el premio Nadal. En esta obra y en la siguiente, Aún es de día (1949), Delibes todavía no había desarrollado todo su potencial, y su narrativa se basaba en un existencialismo cristiano en busca respuestas al sinsentido de la vida. Sus mejores novelas empezarían a llegar en la siguiente década. 

LOS AÑOS CINCUENTA Y LA NOVELA SOCIAL 

La nueva década va a encontrarse dominada en lo literario por el llamado realismo social, que se manifestará en la novela, la poesía y el teatro. Su principales representantes vivieron la guerra siendo niños y se mostraron más solidarios, entre sí y hacia su pueblo, que sus predecesores (Sobejano, 2003: 16). Como es natural, podemos observar distintas sub-corrientes dentro de la tendencia general. Así, María Clementa Millán (2010: 260) propone hablar de un realismo objetivista, capitaneado por Rafael Sánchez Ferlosio frente a un realismo crítico, formado por una nómina de autores como Ignacio Aldecoa o Jesús Fernández Santos. Otras subdivisiones pueden establecerse en función del entorno en que se desarrollan los hechos: rural, por ejemplo en Aldecoa, urbano en Luis Romero. O, siguiendo a Sobejano, dependiendo de si la obra se centra en la defensa del pueblo (Aldecoa, López Pacheco…), en el ataque a la burguesía (García Hortelano, Juan Marsé…) o en la crítica social desde el enfoque del individuo (Carmen Martín Gaite, Ana María Matute…). Curiosamente, va a ser de nuevo Camilo José Cela quien comience a andar el camino de la nueva década y de la nueva corriente literaria con su obra La colmena (1951), una novela bisagra entre el existencialismo y el realismo social en la que se muestran las dificultades de la sociedad madrileña de 1942 mediante el uso del protagonista colectivo. Otro miembro destacado de la etapa anterior, Miguel Delibes, contribuirá a la nueva corriente con algunas obras de fuerte componente crítico, como El camino (1950) o Las ratas (1962).

Con una prosa elegante y cuidada y una equilibrada combinación de objetivismo y subjetividad, Ignacio Aldecoa aportó dos novelas en las que se muestra la tragedia de sus humildes personajes sin caer en el proselitismo ideológico. Son El fulgor y la sangre (1954) y Con el viento Solano (1956) en las que se narran las consecuencias de un asesinato desde perspectivas diferentes. Más tarde, publicaría dos novelas sin apenas trama en las que se centra en describir minuciosamente la vida de los pescadores: Gran Sol (1957) y Parte de una historia (1967). Por su parte, Jesús Fernández Santos, con una prosa precisa y unos diálogos llenos de naturalidad, publica también hitos del realismo social, como Los bravos (1954), sobre la cotidianidad de los habitantes de un pueblecito leonés o En la hoguera (1957), sobre las angustiosas vivencias de un tuberculoso. 

Con El Jarama (1955), Rafael Sánchez Ferlosio obtuvo el Premio Nadal y el Premio de la Crítica.  Esta obra se considera el ejemplo paradigmático del realismo objetivista, siendo destacable su equilibrio entre prosaísmo y lirismo (Pedraza y Rodríguez, 2000: 584). Se da una elevada concentración temporal y espacial y una trama escasa, destacando el diálogo por encima de la narración. El conjunto de personajes, protagonistas colectivos, mantiene su lucha contra el aburrimiento hasta que en un momento dado aflora la tragedia. 

En estos años publica Carmen Martín Gaite su novela más famosa, Entre visillos (1958), la cual se adscribe a un realismo social de tipo más intimista. En esta obra vemos un conjunto de personajes de vidas frustradas a través de la mirada de dos puntos de vista, uno más objetivo y otro más visceral. Por su parte, Ana María Matute publica también en 1958 su obra más ambiciosa, Los hijos muertos, ganadora del Premio de la Crítica y del Premio Nacional de Literatura. En ella, mediante la alternancia entre el presente y el recuerdo, se nos narra la tragedia de la Guerra Civil y sus consecuencias a través de dos generaciones. 

LOS AÑOS SESENTA Y LA NOVELA EXPERIMENTAL

Aunque hubo autores que continuaron cultivando el realismo social o incluso la novela existencial, la llegada de Tiempo de silencio de Luis Martín Santos en 1962 supuso el comienzo de una nueva etapa en la literatura española. El continuo proceso de aperturismo político había ido permitiendo por fin la llegada de nuevas técnicas literarias ensayadas en el extranjero desde hacía tiempo a través de la pluma de autores como Joyce, Faulkner, Dos Passos, Steinbeck o los escritores del Boom de la novela sudamericana. 

La innovación se apreciará principalmente en lo formal, afectando a todos los elementos de la novela. Se narran las historias en segunda persona, se rompe la linealidad temporal con retrospecciones y anticipaciones, así como por la simultaneidad de hechos que ocurren en tiempos diferentes, se prescinde del narrador omnisciente en pos de una pluralidad de voces, testimonios y testigos, abunda el estilo indirecto libre, el flujo de conciencia o el monólogo interior y se invita al lector a participar en la ficción, dejando huecos vacíos que deberá rellenar. 

Serán partícipes de este movimiento autores consagrados como Cela y Delibes. El primero publicará Vísperas, festividad y octava de San Camilo del año 1936 en Madrid (1969), cuya acción se enmarca en los días 17, 18 y 19 de julio de 1936, sirviéndose de tres niveles narrativos entremezclados: el de los enfrentamientos entre las tropas sublevadas y los habitantes de Madrid, el de la vida cotidiana de numerosos personajes al estilo de La colmena y el del narrador protagonista en segunda persona. Por su parte, Miguel Delibes aportará una de sus más célebres obras, Cinco horas con Mario (1966), en la que la protagonista mantiene un larguísimo diálogo (lógicamente unidireccional) con el cadáver de su marido que sirve para dejar su alma al desnudo y trazar un profundo retrato social. 

Gonzalo Torrente Ballester realiza su aportación a la literatura experimental de modo más tardío, en 1972, con La saga/fuga de J.B. A pesar de llevar por entonces unos treinta años dedicándose a las letras, aquella fue la primera ocasión en que cosechó un notable éxito. En esta obra, el autor gallego logra una exitosa fusión de realidad y fantasía que ya había ensayado con menor fortuna en Don Juan (1963). Entre sus innovaciones se encuentra la de estar formada por tres capítulos de un solo párrafo cada uno, el presentar la acción sin seguir un orden cronológico o la alternancia entre el monólogo en primera persona del protagonista y un narrador impersonal. 

Un autor más joven pero también con cierta trayectoria que dejará su huella en esta etapa será Juan Goytisolo con su Señas de Identidad (1966), primera parte de la autobiográfica trilogía de Álvaro Mendiola. Con esta obra se propone desmitificar España y para ello se sirve de técnicas experimentales como la fragmentación del relato, el discurso caótico, el incumplimiento de las normas de puntuación o la combinación de voces narrativas, incluida la segunda persona. En una situación similar tenemos a José Manuel Caballero Bonald, que, con una considerable obra poética publicada, debuta como novelista en 1962 con Dos días de septiembre, una obra enmarcable dentro del ya moribundo realismo social. Sin embargo, de un modo también tardío, se sumará a la corriente experimental con Ágata ojo de gato (1974). Las innovaciones en esta obra se manifiestan en un uso anómalo del lenguaje y en la inserción de largos fragmentos en cursiva exentos de signos de puntuación. 

La primera novela de Juan Benet fue Volverás a Región (1967), aunque su germen se encuentra en el libro de relatos de 1961 Nunca llegarás a nada. La obra no muestra tan alto grado de experimentación como otras coetáneas, pero Benet reconoció su deuda con Faulkner, del que toma técnicas como el monólogo interior, el uso peculiar del tiempo, el perspectivismo o la estructura compleja. Pero, sin duda, el autor más representativo de esta corriente fue, como ya apuntamos antes, Luis Martín Santos. Tiempo de silencio se publicó en 1962 con varias mutilaciones censoras, no viendo la luz completa hasta 1980. El argumento puede llegar a considerarse melodramático y folletinesco (Pedraza y Rodríguez, 2000: 821), aunque también es cierto que el autor suple la falta llevando a cabo una degradación paródica de dichos géneros. Aunque inicia una nueva etapa, no deja de ser heredera de la corriente del realismo social por sus ambientes, personajes y desarrollo de los acontecimientos. Pero lo que llevó a esta novela a ocupar un lugar privilegiado en la historia de nuestra literatura fue su técnica y estilo. Destaca el empleo de recursos como el monólogo interior, el tratamiento no lineal del tiempo, el perspectivismo, el uso de diferentes voces narrativas, la yuxtaposición de escenas, una sintaxis original y un vocabulario sorprendente. El autor inventa palabras compuestas como abretaxi o destripaterrónica, utiliza neologismos cultos como atrabiliagenésicas, tecnicismos médicos como algodón hidrófilo, voces de germanía como chorbo o parodias de expresiones latinas como jubilatio in carne feminae.   

LA NUEVA NARRATIVA EN LAS ÚLTIMAS DÉCADAS DEL SIGLO XX

Los años setenta estuvieron marcados por la transición a la democracia y, los ochenta, por el desarrollo económico y la definitiva modernización e incorporación de España a la esfera internacional. Los exiliados pudieron regresar (aunque muchos ya lo habían ido haciendo a lo largo de los sesenta) y los artistas de la palabra pudieron desarrollar su labor sin el miedo a la censura. 

En la narrativa, la nota dominante va a ser la diversidad y el placer de contar buenas historias, pasando a un segundo plano la experimentación formal, que todavía dará unas pocas muestras, como las obras de Cela Mazurca para dos muertos (1983) o Cristo versus Arizona (1988). Se produce un gran auge de la novela de género, como la policiaca, con Manuel Vázquez Montalbán o Eduardo Mendoza, o la histórica, cultivada por escritores como Carme Riera o Pérez Reverte. La huella de la experimentación de la década precedente se deja notar a veces en la mezcla de géneros y lenguajes. Autores consagrados como Delibes, Matute o el propio Cela, continúan con sus carreras, adaptándose a los nuevos tiempos y recibiendo grandes reconocimientos como el Cervantes o el Príncipe de Asturias. 

Los temas predominantes, por influencia del neorrealismo norteamericano, van a ser los desarrollados en ambientes urbanos, girando en torno a problemas de la vida contemporánea. También se va a recurrir a buscar la materia novelesca en los recuerdos de la infancia o la primera juventud, en general con una mirada más nostálgica o irónica que crítica. 

Se considera que La verdad sobre el caso Savolta (1975) de Eduardo Mendoza es la obra inaugural de este periodo. En ella destaca el uso del autor omnisciente que combina la primera y tercera persona y que transmite sus preocupaciones existenciales, así como la síntesis entre novela histórica y policíaca. En años posteriores, Eduardo Mendoza se consolidará como uno de los grandes novelistas de nuestro tiempo, revelándose como un autor poliédrico capaz de continuar fusionando con maestría diferentes géneros, como en Sin noticias de Gurb (1991) en la que mezcla el humor, la ciencia-ficción y el género detectivesco, al tiempo que compone novelas más sobrias y clásicas como La ciudad de los prodigios (1986). 

Manuel Vázquez Montalbán vendrá a ser el gran autor de novela policíaca, con su saga sobre el detective Carvalho, que generó grandes obras como Los mares del sur (1979) o Los pájaros de Bangkok (1983). Muchos de los procedimientos de este género se dejaron ver en obras de otros autores, como en Beltenebros (1989) de Antonio Muñoz Molina o Letra Muerta (1984) de Juan José Millás

El éxito de novelas históricas extranjeras como las de Umberto Eco, Robert Graves y Marguerite Yourcenar, provoca una gran eclosión de este género en España. Los tratamientos fueron diversos, como en el enfoque irónico de Torrente Ballester en Crónica del rey pasmado (1989) o el de Vázquez Montalbán en Autobiografía del General Franco (1989) por un lado, o en una mirada más seria en obras como En el último azul (1984) de Carme Riera o la serie Episodios de una guerra interminable, de Almudena Grandes, en la que se van narrando historias relacionadas con la resistencia antifranquista que operó entre 1939 y 1964. 

Otro de los caminos seguidos por la narrativa fue el de la llamada metaliteratura, que tuvo antecedentes clásicos en Cervantes o Calderón y algo más cercanos en Unamuno o Lorca. Algunos ejemplos de estas décadas son Gramática parda (1982) de Juan García Hortelano o Beatus Ille (1986) de Antonio Muñoz Molina. No está de más remarcar que en el inmenso panorama de la novela española reciente, cada autor posee sus propias particularidades, creando mundos narrativos personales, ensayando diferentes modelos y participando en multitud de géneros y enfoques. 

LA NOVELA A COMIENZOS DEL SIGLO XXI

A lo largo de los años noventa y en lo que llevamos de siglo XXI, han ido falleciendo las grandes personalidades que renovaron la narrativa española a partir de la guerra: Gonzalo Torrente Ballester (1999), Camilo José Cela (2002), Carmen Laforet (2004), Miguel Delibes (2010), Ana María Matute (2014) Juan Goytisolo (2017) o, muy recientemente, Rafael Sánchez Ferlosio. Otros escritores tomaron el relevo a la cabeza de las bellas letras españolas y continúan desarrollando sus obras. Nuevas generaciones y movimientos han ido buscando su sitio, como la Generación X o el After pop, con destacados e innovadores novelistas como el profesor Juan Francisco Ferré

Quizá todavía sea pronto para teorizar sobre la novela de estas últimas tres décadas en las que no parecen haberse dado grandes fracturas y sí una continuidad marcada por la diversidad de estilos, temas y géneros. Lo que probablemente podemos tener por seguro es que no vamos a dejar de contar con autores atentos a los problemas y desafíos del presente dispuestos a ofrecernos grandes historias que merezca la pena leer.

BIBLIOGRAFÍA

  • GUTIÉRREZ, F. (2011). Literatura española desde 1939 hasta la actualidad. Madrid: UNED
  • MILLÁN, M. (2010). Textos literarios contemporáneos. Madrid: UNED. 
  • PEDRAZA, F. Y RODRÍGUEZ, M. (2000). Manual de literatura española. Tomo XIII. Posguerra: narradores. Pamplona: Cénlit. 
  • SOBEJANO, G. (2003). Novela española contemporánea. 1940-1955. Madrid: Mare Nostrum.
  • SUÁREZ, A., MILLÁN, M. (2011). Introducción a la literatura española. Guía práctica para el comentario de texto. Madrid: UNED.
  • UMBRAL, F. (2002). Cela: un cadáver exquisito. Barcelona: Planeta.                                         

14/5/19

Comentario de un fragmento de "La poesía es un arma cargada de futuro"

Nos encontramos ante un fragmento del poema La poesía es un arma cargada de futuro, perteneciente al libro Cantos iberos (1955) del autor español Gabriel Celaya. En concreto, estaríamos tratando los versos 17-32 (el poema entero cuenta con 48 versos). Antes de llevar a cabo su análisis, dedicaremos unas líneas a comentar su contexto, tanto social e histórico como literario. 

Tras el aislamiento de España en la inmediata posguerra, ciertos acontecimientos fueron posibilitando que nuestro país se reincorporarse a la esfera internacional, como el reconocimiento del régimen de Franco por parte de Estados Unidos en 1950 o nuestro ingreso en la UNESCO en 1952 y en la ONU en 1955. Este aperturismo trajo como consecuencia un notable cambio de rumbo en la literatura, haciendo que muchos autores se animasen a criticar la realidad política y social a través de sus obras. Esta corriente, denominada realismo social, se desarrolló aproximadamente desde el albor de los años cincuenta hasta su agotamiento con la llegada de la década de los sesenta. 

En concreto, en lo referente al ámbito poético, los años cuarenta habían estado dominados por la llamada poesía arraigada, una lírica afín al régimen, capitaneada por revistas como Escorial y Garcilaso, o por poetas como Luis Rosales y Dionisio Ridruejo. Frente a este panorama connivente y triunfalista, la más destacada nota discordante había venido de la mano de Dámaso Alonso y su poemario Hijos de la ira (1944) Sin embargo, su enfoque distaba considerablemente del que mantendría la poesía social posterior. Mientras que la obra de don Dámaso no tenía mayores pretensiones que las de expresar el profundo y agónico dolor que sentía, los autores de la generación posterior, como Gabriel Celaya, Blas de Otero o José Hierro, empezaron a utilizar la poesía como “un instrumento para transformar el mundo”, en palabras del propio Celaya (Gutiérrez, 2011: 143). No se conformaban con manifestar su malestar ante determinados problemas, sino que se mostraban dispuestos a luchar para solucionarlos. Para ello, mediante un lenguaje asequible, elaboraron una poesía dirigida a las mayorías sociales en la que recordaban los horrores de la guerra y a las personas ausentes por la muerte o el exilio, expresando su compromiso con el bando de los vencidos y con las clases humildes del campo y la ciudad.

Es en este contexto literario y social donde se enmarca el poemario Cantos iberos, que había estado precedido por otros libros de carácter comprometido como Lo demás es silencio (1952), Paz y concierto (1953) o Vía muerta (1954). Toda esta producción poética fue el resultado de una evolución en su autor que corrió en paralelo a los cambios experimentados por la poesía contraria al régimen. Y es que, en los años cuarenta, Celaya había pasado por una larga fase existencialista marcada por la experiencia de la guerra, por la situación política y por agrios enfrentamientos familiares, habiendo tenido muy presente la idea del suicidio (tal como él mismo comentó en 1978 en una entrevista para el programa A fondo de Televisión española). Sin embargo, en 1946 conoce a Amparo Gastón, una joven de origen obrero que despierta la conciencia política del poeta. Juntos fundan la editorial Norte, experiencia que permite a Celaya conectar con escritores de dentro y fuera de España. Este hecho resultó trascendental, pues llevó a nuestro autor a abandonar su enfoque existencialista, lo que, sumado a la asimilación de determinadas ideas marxistas supondría “la base ideológica de lo que se llamará poesía social” (Chicharro, 1990: 9).

Pasemos ahora a comentar los versos que nos ocupan, comenzando por su análisis temático. Podemos observar una estructuración en tres partes. La primera, del verso primero al octavo, serviría para que el autor hable de la función de la poesía, de cómo debe ser y por qué. La poesía debe crearse en pos de los desfavorecidos y debe ser un elemento vital porque la situación es tan grave que no nos dejan ni expresarnos. La segunda parte ocuparía desde el verso noveno hasta el duodécimo y, en ella, Celaya se encargaría de despreciar la poesía de aquellos que no la conciben como una herramienta de transformación social. Por último, en la tercera parte, que enlazaría con la primera, y que podría servir como conclusión dentro del fragmento analizado (entendido como un texto independiente) el poeta expresa su modo de proceder: mediante una poesía con “faltas”, en la que no se prioriza la perfección estética, hace suyas las miserias de los desfavorecidos y, elevando la voz por ellos, se siente realizado. En definitiva, podríamos decir que el tema del fragmento es la defensa de la poesía social frente a otros tipos de poesía no comprometida

El estilo literario de este fragmento viene determinado por la concepción poética de Celaya en aquella época. Tras una primera etapa influida por los ismos de vanguardia, especialmente por el surrealismo, la poesía de nuestro autor pasó a caracterizarse por la necesidad de “explicar y explicarse” (Chicharro 1990: 19), rechazando de plano todo hermetismo. Tanto fue así, que muchos críticos lo acusaron volverse prosaísta. Sin embargo, según comenta Antonio Chicharro (1990: 32-33), esto no supone en Celaya un defecto literario, sino que podemos hablar de su propia voluntad de estilo, influenciada por la poesía popular vasca de tradición oral, por la tendencia a la espontaneidad a la hora de escribir y por la búsqueda del establecimiento de un coloquio o debate con el lector, priorizando la eficacia comunicativa por encima de la perfección estética. De este modo, podemos apreciar un léxico del registro coloquial, salvo por ciertos términos como “concebida”, “desentienden” y “evaden” (que tampoco corresponden a un nivel excesivamente culto), así como una notable ausencia de ornamentación retórica, lo cual no implica que no podamos encontrar ciertos recursos estilísticos que evidencian la función poética del lenguaje. Así, vemos paralelismos en el primer verso y en el quinto, anáforas en los versos 2 y 3 y en el 9 y 12. Es notable la hipérbole del tercer verso, que trasluce la formación técnica de Celaya (fue ingeniero industrial) y que permite expresar casi de un modo científico hasta qué punto considera el autor que es importante el papel de la poesía. Encontramos también un curioso hipérbaton al final del séptimo verso cuya función es probablemente la de llamar la atención sobre lo que no debe ser la poesía, “un adorno sin pecado”, es decir, un perfecto objeto estético que no sirva para determinados fines sociales. El poema se encuentra, asimismo, poblado de encabalgamientos abruptos que imprimen una cierta sensación de dinamismo, de vigorosidad, muy adecuada para el tono reivindicativo que predomina en el texto. 

Si atendemos a las cuestiones métricas, observaremos que, al revés de lo que podría parecer en una lectura superficial, el poema se aleja bastante del versolibrismo. Asimismo, se hace evidente una vez más que, detrás la poesía aparentemente sencilla de los grandes autores existe un esmerado proceso de elaboración. El poema se encuentra dividido en estrofas de cuatro versos que comparten ciertas características y que se diferencian en otras. En todas observamos asonancia en los pares (aunque en la segunda y tercera estrofa la asonancia se da también en el tercer verso), así como combinaciones de versos simples y compuestos (en la última estrofa, versos y hemistiquios de siete sílabas, mientras que en las tres primeras, generalmente son de ocho salvo en el cuarto verso de la tercera, en que encontramos un verso de veinte sílabas dividido en dos hemistiquios de diez, siempre que asumamos una sinéresis en el primero). Respecto al ritmo, no encontramos regularidad, lo cual es lógico teniendo en cuenta lo mencionado anteriormente sobre la concepción poética de Celaya. Una poesía que tiende a “imitar” el debate o el diálogo, la espontaneidad, difícilmente va a mostrar una regularidad rítmica que podría generar unos efectos musicales que el autor no está buscando. 

Como conclusión, podríamos decir que no es de extrañar que nos encontremos ante el que probablemente sea el poema más famoso de Gabriel Celaya (su título entrecomillado arroja más de treinta y seis mil resultados en Google), un verdadero estandarte de todo un movimiento literario, habida cuenta de que forma parte de uno de los poemarios más representativos de uno de los principales autores de la poesía social. Todas las características formales, temáticas y funcionales de dicho movimiento se muestran plenamente en las estrofas que hemos analizado. Y es que, como bien apunta Antonio Chicharro (1990: 38), La poesía es un arma cargada de futuro constituye una auténtica poética del realismo social.

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BIBLIOGRAFÍA
  • CELAYA, G. y CHICHARRO, A. (1990). Antología poética. Madrid: Alhambra.
  • GUTIÉRREZ, F. (2011). Literatura española desde 1939 hasta la actualidad. Madrid: UNED
  • MILLÁN, M. (2010). Textos literarios contemporáneos. Madrid: UNED.
  • SUÁREZ, A., MILLÁN, M. (2011). Introducción a la literatura española. Guía práctica para el comentario de texto. Madrid: UNED.

10/5/19

Finalista en certamen de poesía

Anoche me enteré de que uno de mis poemas ha quedado finalista en el VIII Certamen Nacional de Poesía ASEAPO (Asociación Española de Amigos de la Poesía). El día 1 de junio se hará público el resultado definitivo y podré saber si he ganado el primer premio (o si he quedado segundo o tercero o entre el cuarto y el décimo puesto). Sea como fuere, he de decir que me siento muy orgulloso y esto se debe a dos motivos principales:
  • El primero es que llevaba mucho tiempo sin alcanzar ningún logro en el ámbito de la poesía. De hecho, desde que fui finalista en un certamen poético hace diez años, jamás había vuelto conseguir nada reseñable. La literatura es para mí, entre otras cosas, una frustración. Soy un escritor frustrado, un quiero y no puedo, un proyecto fallido, aunque no me resigno a ello y trabajo muchas horas al día para revertir la situación. Pues bien, dentro de ese maremágnum de rabia, de impotencia, de -a veces- envidia insana, de -a veces- "mejor me dedico a otra cosa", la poesía ocupa un lugar privilegiado, por lo que cualquier avance en mis capacidades líricas resulta muy satisfactorio y contribuye sobremanera a mi sosiego existencial. 
  • El segundo es que mi poema se aparta por completo de la línea hegemónica que sigue la llamada poesía pop tardoadolescente, término acuñado por el poeta y ensayista Martín Rodríguez-Gaona, una poesía que, según el autor, se caracteriza “por trabajar un lirismo primario, una sentimentalidad extrema, malditismo canalla y conflictos sociales pos 15-M”. Es decir, todo aquello de lo que querría alejarme a la hora de elaborar mi literatura, aunque reconozco que en el pasado yo también me he dejado seducir muchas veces por ese tipo de recursos facilones y populacheros. 
¿Y cómo es mi poema? Lo primero que puede llamar la atención sería su forma, pues está compuesto en octavas reales, una estrofa de origen renacentista formada por ocho versos endecasílabos que riman en consonante siguiendo el esquema ABABABCC, la cual me tenía fascinado por su elegancia y suntuosidad desde que leí la Fábula de Polifemo y Galatea de Góngora. Hace unos meses, cuando nos mandaron en la universidad El diablo mundo de Espronceda, ya no pude seguir resistiéndome a componer mi propio poema en octavas reales. 

El segundo aspecto en el que mi obra se aleja de la poesía millennial, como también la llaman, es en su contenido, pues se basa en un desolador pesimismo de corte romántico (primera acepción del DLE) influido por las ideas de Emil Cioran y la lectura de las Noches Lúgubres de Cadalso. No hay amor, no hay procacidades envueltas en ternura, no hay filosofía de taza de Mr. Wonderful. Lo único que ofrece mi poema es la más barroca y completa angustia existencial. Y me alegra que este tipo de poesía, que quizá ya no vuelva a componer, pueda tener un hueco en el panorama actual, aunque sea así de pequeño.