21/4/19

Diez sobrecogedores fragmentos de 'Hijos de la ira'

Dámaso Alonso generó un gran impacto con la publicación de Hijos de la ira (1944), considera la obra cumbre de la "poesía desarraigada". En sus versos se aprecia una fuerte influencia del existencialismo y un profundo sentimiento religioso. Sin llegar a la crítica social que predominaría en los años cincuenta, el autor se alejó drasticamente de la poesía triunfalista y connivente afín al régimen, presentando un mundo desolado en el que el individuo cae presa del pesimismo y de la más absoluta agonía existencial. He seleccionado diez de los fragmentos más destacables, aunque recomiendo vivamente leer el libro completo, ya que considero que no tiene desperdicio. 


Y paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole por qué se pudre lentamente mi alma, por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta ciudad de Madrid, por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo. 
Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre?
¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día,
las tristes azucenas letales de tus noches? 

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Pero tú vienes, mancha lóbrega,
reina de las cavernas, galopante en el cierzo, tras tus corvas pupilas, proyectadas
como dos meteoros crecientes de lo oscuro,
cabalgando en las rojas melenas del ocaso, 
flagelando las cumbres
con cabellos de sierpes, látigos de granizo.

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Ah, nosotros somos un horror de salas interiores en cavernas sin fin,
una agonía de enterrados que se despiertan a la media noche,
un fluir subterráneo, una pesadilla de agua negra por entre minas de carbón,
de triste agua, surcada por la más tórpidas lampreas,
nosotros somos un vaho de muerte,
un lúgubre concierto de lejanísimos cárabos, de agoreras zumayas, de los más secretos autillos.
Nosotros somos como horrendas ciudades que hubieran siempre vivido en black-out,
siempre desgarradas por los aullidos súbitos de las sirenas fatídicas.
Nosotros somos una masa fungácea y tentacular, que avanza en la tiniebla a horrendos tentones,
monstruosas, tristes, enlutadas amebas.

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Ah, muertos, muertos, ¿qué habéis visto
en la esquinada cruel, en el terrible momento del tránsito?
Ah, ¿qué habéis visto en ese instante del encontronazo con el
camión gris de la muerte?
No sé si cielos lejanísimos de desvaídas estrellas, de lentos
cometas solitarios hacia la torpe nebulosa inicial,
no sé si un infinito de nieves, donde hay un rastro de sangre, una
huella de sangre inacabable,
ni si el frenético color de una inmensa orquesta convulsa cuando
se descuajan los orbes,
ni si acaso la gran violeta que esparció por el mundo la tristeza
como un largo perfume de enero,
ay, no sé si habéis visto los ojos profundos, la faz impenetrable.

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Ella recuerda sólo
que en todas hacía frío,
que en todas estaba oscuro,
y que al partir, al arrancar el tren
ha comprendido siempre
cuán bestial es el topetazo de la injusticia absoluta,
ha sentido siempre
una tristeza que era como un ciempiés monstruoso que le colgara
de la mejilla,
como si con el arrancar del tren le arrancaran el alma,
como si con el arrancar del tren le arrancaran innumerables
margaritas, blancas cual su alegría infantil en la fiesta del pueblo
como si le arrancaran los días azules, el gozo de amar a Dios y
esa voluntad de minutos en sucesión que llamamos vivir.

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A veces en la noche yo te siento a mi lado,
que me acechas,
que me quieres palpar,
y el alma se me agita con el terror y el sueño,
como una cabritilla, amarrada a una estaca,
que ha sentido la onda sigilosa del tigre
y el fallido zarpazo que no incendió la carne,
que se extinguió en el aire oscuro.

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Fino, fino,
iba creciendo y en largos arcos se irradiaba.
Proyectaba raíces, que, invasoras,
se hincaban en la carne,
desviaban, crujiendo, los tendones,
perforaban, sin astillar, los obstinados huesos, durísimos
y de él surgía todo un cielo de ramas
oscilantes y aéreas,
como un sauce juvenil bajo el viento,
ahora iluminado, ahora torvo,
según los galgos-nubes galopan sobre el campo
en la mañana primaveral.

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Y estaban verdes, amarillos y de color de dátil, de color de tierra seca los insectos,
ocultos, sepultos, fuera de los insectos y dentro de mi carne,
dentro de los insectos y fuera de mi alma,
disfrazados de insectos.
Y con ojos que se reían y con caras que se reían y patas,
y patas que no se reían, estaban los insectos metálicos
royendo, royendo y royendo mi alma, la pobre,
zumbando y royendo el cadáver de mi alma que no zumbaba y que no roía,
royendo y zumbando mi alma, la pobre, que no zumbaba, eso no, pero que al fin roía, roía dulcemente,
royendo y royendo ese mundo metálico y estos insectos metálicos que me están royendo el mundo de pequeños insectos,
que me están royendo el mundo y mi alma,
que me están royendo mi alma toda hecha de pequeños insectos metálicos, que me están royendo el mundo, mi alma, mi alma,
ah!, los insectos,
ah!, los p... insectos. 

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Si vais por la carretera del arrabal, apartaos, no os inficione mi pestilencia. 
El dedo de mi Dios me ha señalado: odre de putrefacción quiso que fuera este mi cuerpo, 
y una ramera de solicitaciones mi alma, 
no una ramera fastuosa de las que hacen languidecer de amor al príncipe, 
sobre el cabezo del valle, en el palacete de verano, 
sino una loba del arrabal, acoceada por los trajinantes, 
que ya ha olvidado las palabras de amor, 
y sólo puede pedir unas monedas de cobre en la cantonada. 
Yo soy la piltrafa que el tablajero arroja al perro del mendigo, 
y el perro del mendigo arroja al muladar. 
Pero desde la mina de las maldades, desde el pozo de la miseria, 
mi corazón se ha levantado hasta mi Dios, 
y le ha dicho: Oh Señor, tú que has hecho también la podredumbre, 
mírame, 
yo soy el orujo exprimido en el año de la mala cosecha, 
yo soy el excremento del can sarnoso, 
el zapato sin suela en el carnero del camposanto, 
yo soy el montoncito de estiércol a medio hacer, que nadie compra, 
y donde casi ni escarban las gallinas. 

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Ah, pobre Dámaso, 
tú, el más miserable, tú el último de los seres,
tú, que con tu fealdad y con el oscuro turbión de tu desorden,
perturbas la sedeña armonía
del mundo,
dime,
ahora que ya se acerca tu momento
(porque no hay ni un presagio que ya en ti no se haya cumplido)
ahora que subirás al Padre,
silencioso y veloz como el alcohol bermejo en los termómetros,
¿cómo has de ir con tus manos estériles?
¿qué le dirás cuando en silencio te pregunte qué has hecho?




Dámaso Alonso, Premio Cervantes 1978

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