17/1/10

Después del trabajo

   Miguel trabajaba para una gran compañía aérea. La denominación de su puesto era "agente de servicios auxiliares" y consistía básicamente en cargar y descargar maletas. En aquel momento se encontraba, como cada día, en los muelles del aeropuerto. Estaba descargando las maletas de un vuelo procedente de Quito junto a su compañero Arturo. Todavía les faltaban ocho contenedores por vaciar. Era un día muy frío y las terribles corrientes de aire que se formaban en los muelles los obligaban a llevar puestos los chaquetones de la empresa, a pesar de estar bajo techo.
   —Los de Quito son los peores vuelos— le dijo Miguel a su compañero.    
   —Y los de Guayaquil —respondió Arturo.      
   —Sí, los de Guayaquil también tienen lo suyo.      
   Miguel descargó una bolsa y la arrojó a la cinta transportadora. Después entre los dos sacaron una maleta enorme que debía pesar más de cuarenta kilos.      
   —Las llenan de comida. De frutas, de zumos, de paquetes de arroz— dijo Miguel.
   —Ya. A veces algo revienta y huelen fatal— dijo Arturo.      
   —Sí, huelen muy mal. Muy, muy mal. En diez o doce horas de vuelo se pudre la comida.
   —Es normal.      
   —Como allí es más barato, aprovechan para traerse kilos y más kilos de comida.
   —También eso es normal.      
   —Cierto. Yo lo haría. ¿Y tú?
   —Me imagino. 
   Un buen rato después terminaron de echar las últimas maletas en la cinta y se marcharon, pues ya terminaba su jornada laboral. Caminaron juntos hacia la salida del aeropuerto.      
   — ¿Qué tal le va a tu hijo?— preguntó Miguel.      
   —Bien, pero sigue sin encontrar trabajo.
   Miguel meditó unos segundos.      
   —Voy a hablar con mi cuñado. Tráeme un currículum del chico.    
   —Gracias Miguel, te lo traigo mañana— dijo Arturo, y sonrió.      
   Miguel se sintió bien. Pensó: “Me gusta ayudar a la gente”.  
   Poco después Miguel esperaba al autobús junto a una señora mayor con bolsas de la compra y una chica de unos diecisiete años que llevaba una carpeta abrazada sobre el pecho. En eso que pasó un joven con las manos en los bolsillos de la cazadora y escupió en el suelo, justo al lado de la parada.    
   —Qué poca vergüenza— le dijo Miguel a la señora mayor. El joven continuó su camino y Miguel lo siguió con la mirada.      
   —Esta juventud... les da igual todo—dijo Miguel.      
   La señora mayor lo miraba sin decir nada.      
   —Bueno, sin ánimo de ofender—dijo dirigiéndose a la chica de la carpeta—, no lo digo por ti, pero de verdad, que algunos jóvenes me sacan de quicio.      
   —No pasa nada— dijo la chica y miró hacia otro lado.      
   —En fin. Ya viene el autobús— dijo Miguel.    
   Dejó pasar a la señora mayor, la cual rechazó su ofrecimiento de llevarle las bolsas hasta un asiento. También dejó pasar a la chica y no pudo evitar mirarle el culo, aunque no era esa su intención al dejarla pasar, sino simplemente ser amable.      
   Saludó al conductor, picó su billete y se sentó en un asiento al lado de la ventanilla, en la parte izquierda del autobús. El vehículo se puso en marcha y se incorporó a la autopista en dirección al centro de la ciudad, cogiendo velocidad poco a poco.      
   Miguel miraba los coches y los edificios de oficinas. De repente vio una vieja Citroën C15 blanca que le recordó a la de su abuelo. Sonrió. El conductor parecía pintor u obrero, pues llevaba un mono blanco y sucio y se podían ver trastos en la parte de atrás del vehículo. El hombre sacó un teléfono móvil y comenzó a hablar mientras conducía.      
   — ¡Será hijo de puta!— exclamó Miguel indignado.      
La señora mayor de las bolsas estaba sentada frente a él, en uno de esos asientos para ancianos, minusválidos y embarazas que están al revés con respecto a la dirección del autobús. Lo miró con cara inexpresiva. Miguel levantó los hombros e hizo una mueca como diciendo: “Esto es increíble”.   
   Sacó su teléfono móvil y lo puso en modo cámara fotográfica. Entonces apuntó hacia la furgoneta y empezó a sacar fotos de la matrícula y del conductor, que seguía hablando por teléfono y conduciendo con una sola mano, totalmente ajeno a lo que hacía Miguel.
   “Se va a enterar ese cabrón” pensó. Podría mandarle las fotos por e-mail a su primo, que era policía municipal. Es posible que le cayera una buena multa y así la próxima vez se lo pensaría dos veces antes de hablar por teléfono al volante. Pensó que lo haría nada más llegar a casa. O quizás después de comer. Ya lo valoraría más tarde.
   De repente el hombre de la furgoneta miró hacia el autobús y vio a Miguel sacándole fotos. Dijo “¿Pero qué coño haces?” o algo por el estilo, pero Miguel no lo oyó por motivos evidentes. Entonces el hombre volvió a mirar al frente y dio un volantazo para no chocar contra un coche que circulaba muy despacio por el carril central. La furgoneta viró a la izquierda y se empotró contra la mediana. Miguel no pudo ver cómo quedó la C15, pues el autobús siguió su camino.      
   Miguel miró al frente y vio que la señora mayor lo observaba con su rostro inexpresivo, aunque esta vez se vislumbraba en sus ojos una nota de reproche. Miguel puso el móvil en modo normal y se lo guardó en el bolsillo.
   La señora mayor no le quitaba el ojo de encima. 
   Miguel se puso a mirar por la ventanilla.

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