11/3/19

Fragmentos sublimes de literatura en español

Hace más de tres años, escribí una entrada en este blog (¿dónde si no?) en la cual mostraba una serie de párrafos que había ido recopilando con el paso del tiempo. Eran fragmentos en prosa de grandes figuras de la literatura universal, como Hemingway, Céline, o Bertrand Russell (aunque destacó como filósofo y matemático, también ganó el Nobel de Literatura), y otros escritores no tan grandes ni tan universales, pero que a mí me gustan, como Bukowski, qué le vamos a hacer. Aquellos memorables conjuntos de palabras tenían en común el hecho de haber generado en mí una potente sensación de placer estético, el suficiente como para verme obligado a releerlos y sacarles fotos, copiarlos en viejas libretas o llevar a cabo cualquier otra medida necesaria para que no acabasen desvanecidos en el abismo de mi desmemoria. Hace no mucho, me percaté de que, entre los seleccionados, no había un solo autor hispanohablante. Es normal que ahora me fije en estas cosas, pues soy un filólogo en ciernes, como también es normal que por aquel entonces, arrastrando prejuicios más extendidos de lo que sería deseable, no seleccionase a ningún compatriota (entendiendo patria como Camus la entendía, solo que con la lengua española en lugar de la francesa) pues yo, prácticamente, solo me paraba a leer literatura traducida. Por fortuna, aquella época pasó, las lecturas hispánicas entraron de lleno en mi vida y, poco a poco, fui llevando a cabo una bella recopilación similar a la anterior, dedicada en exclusiva a literatura escrita en nuestro querido idioma, y de la que espero disfrutéis intensamente.



GERTRUDIS GÓMEZ DE AVELLANEDA - SAB (1841)

El sol terrible de la zona tórrida se acercaba a su ocaso entre ondeantes nubes de púrpura y de plata, y sus últimos rayos, ya tibios y pálidos, vestían de un colorido melancólico los campos vírgenes de aquella joven naturaleza, cuya vigorosa y lozana vegetación parecía acoger con regocijo la brisa apacible de la tarde, que comenzaba a agitar las copas frondosas de los árboles agostados por el calor del día. Bandadas de golondrinas se cruzaban en todas direcciones buscando su albergue nocturno, y el verde papagayo con sus franjas de oro y de grana, el cao de un negro nítido y brillante, el carpintero real de férrea lengua y matizado plumaje, la alegre guacamaya, el ligero tomeguín, la tornasolada mariposa y otra infinidad de aves indígenas, posaban en las ramas del tamarindo y del mango aromático, rizando sus variadas plumas como para recoger en ellas el soplo consolador del aura.


EMILIA PARDO BAZÁN - LOS PAZOS DE ULLOA (1887)

Diez años son una etapa, no sólo en la vida del individuo, sino en la de las naciones. Diez años comprenden un periodo de renovación: diez años rara vez corren en balde, y el que mira hacia atrás suele sorprenderse del camino que se anda en una década. Mas así como hay personas, hay lugares para los cuales es insensible el paso de una décima parte de siglo. Ahí están los Pazos de Ulloa, que no me dejarán mentir. La gran huronera, desafiando al tiempo, permanece tan pesada, tan sombría, tan adusta como siempre. Ninguna innovación útil o bella se nota en su mueblaje, en su huerto, en sus tierras de cultivo. Los lobos del escudo de armas no se han amansado; el pino no echa renuevos; las mismas ondas simétricas de agua petrificada bañan los estribos de la puente señorial.


BENITO PÉREZ GALDÓS - MISERICORDIA (1897)

Con ese mirar vago y distraído que es, en los momentos de intensa amargura, como un giro angustioso del alma sobre sí misma, veía pasar por una y otra banda del jardín gentes presurosas o indolentes. Unos llevaban un duro, otros iban a buscarlo. Pasaban cobradores del Banco con el taleguillo al hombro; carricoches con botellas de cerveza y gaseosa; carros fúnebres, en el cual era conducido al cementerio alguno a quien nada importaban ya los duros. En las tiendas entraban compradores que salían con paquetes. Mendigos haraposos importunaban a los señores. Con rápida visión, Benina pasó revista a los cajones de tanta tienda, a los distintos cuartos de todas las casas, a los bolsillos de todos los transeúntes bien vestidos, adquiriendo la certidumbre de que en ninguno de aquellos repliegues de la vida faltaba un duro. Después pensó que sería un paso muy salado que se presentase ella en la cercana casa de Céspedes diciendo que hicieran el favor de darle un duro, siquiera se lo diesen a préstamo. Seguramente, se reirían de tan absurda pretensión, y la pondrían bonitamente en la calle. Y no obstante, natural y justo parecía que en cualquier parte donde un duro no representaba más que un valor insignificante, se lo diesen a ella, para quien la tal suma era... como un átomo inmenso. Y si la ansiada moneda pasara de las manos que con otras muchas la poseían, a las suyas, no se notaría ninguna alteración sensible en la distribución de la riqueza, y todo seguiría lo mismo: los ricos, ricos; pobre ella, y pobres los demás de su condición. Pues siendo esto así, ¿por qué no venía a sus manos el duro? ¿Qué razón había para que veinte personas de las que pasaban no se privasen de un real, y para que estos veinte reales no pasaran por natural trasiego a sus manos? ¡Vaya con las cosas de este desarreglado mundo! La pobre Benina se contentaba con una gota de agua, y delante del estanque del Retiro no podía tenerla. Vamos a cuentas, cielo y tierra: ¿perdería algo el estanque del Retiro porque se sacara de él una gota de agua?

PÍO BAROJA - CAMINO DE PERFECCIÓN (1901)

¡Qué vida! ¡Qué horrorosa vida! Cuando más se sufre, cuando los sentimientos son más intensos, se le encerraba al niño, y se le sometía a una tortura diaria, hipertrofiándole la memoria, oscureciéndole la inteligencia, matando todos los instintos naturales, hundiéndose en la oscuridad de la superstición, atemorizando su espíritu con las penas eternas... (...)

Era el colegio, con su aspecto de gran cuartel, un lugar de tortura; era la gran prensa laminadora de cerebros, la que arrancaba los sentimientos levantados de los corazones, la que cogía los hombres jóvenes, ya debilitados por la herencia de una raza enfermiza y triste, y los volvía a la vida convenientemente idiotizados, fanatizados, embrutecidos; los buenos, tímidos, cobardes, torpes; los malos, hipócritas, embusteros, uniendo a la natural maldad, la adquirida perfidia, y todos, buenos y malos, sobrecogidos con la idea aplastante del pecado, que se cernía sobre ellos como una gran mariposa negra. 


MIGUEL DE UNAMUNO - NIEBLA (1914)

Oyose un ligero rumor, como de paloma que arranca en vuelo, un ¡ah! breve y seco, y los ojos de Eugenia, en un rostro todo frescor de vida y sobre un cuerpo que no parecía pesar sobre el suelo, dieron como una nueva y misteriosa luz espiritual a la escena. Y Augusto se sintió tranquilo, enormemente tranquilo, clavado a su asiento y como si fuese una planta nacida en él, como algo vegetal, olvidado de sí, absorto en la misteriosa luz espiritual que de aquellos ojos irradiaba. 


RAMÓN MARÍA DEL VALLE-INCLÁN - LA LÁMPARA MARAVILLOSA (1916)

Toda mudanza substancial en los idiomas es una mudanza en las conciencias, y el alma colectiva de los pueblos, una creación del verbo más que de la raza. Las palabras imponen normas al pensamiento, lo encadenan, lo guían y le muestran caminos imprevistos, al modo de la rima. Los idiomas nos hacen, y nosotros los deshacemos. Ellos abren los ríos por donde han de ir las emigraciones de la Humanidad. Vuelan de tierra en tierra, unas veces entre rebaños y pastores; otras, en la púrpura sangrienta de un emperador; otras, renovando la dorada fábula de los Argonautas, sobre la vela de las naves, con sol y con viento del mar. En las alas con que volaron cuando eran invasoras se mantienen muchos siglos las maternas lenguas, y declinan de aquel vuelo originario cuando nace una nueva conciencia. El espíritu primitivo -pastoril, guerrero o mitológico- deja de animarlas, nace otro espíritu en ellas y abre círculos distintos. El encontrado batallar del alma humana agranda la cárcel de los idiomas, y a veces sus combates son tan recios, que la quiebra. Y a veces los idiomas son tan firmes en sus cercos, que nuestras pobres almas no hallan espacio para abrir las alas, y otras almas elegidas, místicas y sutiles, dado que puedan volar, no pueden expresar su vuelo. Los idiomas nos hacen, y nosotros hemos de deshacerlos. Triste destino el de aquellas razas enterradas en el castillo hermético de sus viejas lenguas, como las momias de las remotas dinastías egipcias, en la hueca sonoridad de las Pirámides. Tristes vosotros, hijos de la Loba Latina en la ribera de tantos mares, si vuestras liras no quebrantan todas las cadenas con que os aprisiona la tradición del Habla. ¡Y más triste el destino de vuestros nietos, si en lo porvenir no engendran dialectos suyos, ciclos de una nueva conciencia en la lengua de los Conquistadores! Al final de la Edad Media, bajo el arco triunfal del Renacimiento, estaba la sombra de Platón meditando ante el mar azul poblado de sirenas. ¿Qué sombra espera bajo los arcos del Sol al fin de Nuestra Edad?


GABRIEL MIRÓ - EL OBISPO LEPROSO (1926)

Verano de calinas y tolvaneras. Aletazos de poniente. Bochornos de humo. Tardes de nubes incendiadas, de nubes barrocas, desgajándose del azul del horizonte, glorificando los campanarios de Oleza. (...) Las hospederías, los obradores, las tiendas callaban con la misma modorra de sus dueños sentados a la puerta, cabeceando entre moscardas. Los árboles de los jardines, de la Glorieta, de los monasterios, hacían un estruendo de vendaval de otoño, o se estampaban inmóviles en los cielos, bullendo de cigarras como si se rajasen al sol. El río iba somero, abriéndose en deltas y médanos de fango, de bardomas, de carrizos; y por las tardes, muy pronto, reventaba un croar de balsa. Se pararon muchos molinos de pimentón y harina; y entraban las diligencias, dejando un vaho de tierras calientes, un olor de piel y collerones sudados. Verano ruin. No daba gozo el rosario de la Aurora y tronaba el rosario del anochecido. Fanales de velas amarillas alumbrando el viejo tisú de la manga parroquial; hileras de hombres y mujeres colgándoles los rosarios de sus dedos de difunto; capellanes y celadores guiando la plegaria; un remanso en la contemplación de cada misterio, y otra vez se desanillaban las cofradías y las luces por los ambages de las plazas, por los cantones, por las callejas, por las cuestas. 


MIGUEL DELIBES - LAS RATAS (1962)

Poco después de amanecer, el Nini se asomó a la boca de la cueva y contempló la nube de cuervos reunidos en concejo. Los tres chopos desmochados de la ribera, cubiertos de pajarracos, parecían tres paraguas cerrados con las puntas hacia el cielo. Las tierras bajas de don Antero, el Poderoso, negreaban en la distancia como una extensa tizonera.
La perra se enredó en las piernas del niño y él le acarició el lomo a contrapelo, con el sucio pie desnudo, sin mirarla; luego bostezó, estiró los brazos y levantó los ojos al lejano cielo arrasado:
—El tiempo se pone de helada, Fa. El domingo iremos a cazar ratas —dijo.
La perra agitó nerviosamente el rabo cercenado y fijó en el niño sus vivaces pupilas amarillentas. Los párpados de la perra estaban hinchados y sin pelo; los perros de su condición rara vez llegaban a adultos conservando los ojos; solían dejarlos entre la maleza del arroyo, acribillados por los abrojos, los zaragüelles y la corregüela.


GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ - CIEN AÑOS DE SOLEDAD (1967)

Aureliano sonrió, la levantó por la cintura con las manos, como una maceta de begonias, y la tiró boca arriba en la cama. De un tirón brutal, la despojó de la túnica de baño antes de que ella tuviera tiempo de impedirlo, y se asomó al abismo de una desnudez recién lavada que no tenía un matiz de la piel, ni una veta de vellos, ni un lunar recóndito que él no hubiera imaginado en las tinieblas de otros cuartos. Amaranta Úrsula se defendía sinceramente, con astucias de hembra sabia, comadrejeando el escurridizo y flexible y fragante cuerpo de comadreja, mientras trataba de destroncarle los riñones con las rodillas y le alacraneaba la cara con las uñas, pero sin que él ni ella emitieran un suspiro que no pudiera confundirse con la respiración de alguien que contemplara el parsimonioso crepúsculo de abril por la ventana abierta. Era una lucha feroz, una batalla a muerte, que, sin embargo, parecía desprovista de toda violencia, porque estaba hecha de agresiones distorsionadas y evasivas espectrales, lentas, cautelosas, solemnes, de modo que entre una y otra había tiempo para que volvieran a florecer las petunias y Gastón olvidara sus sueños de aeronauta en el cuarto vecino, como si fueran amantes enemigos tratando de reconciliarse en el fondo de un estanque diáfano. En el fragor del encarnizado y ceremonioso forcejeo, Amaranta Úrsula comprendió que la meticulosidad de su silencio era tan irracional, que habría podido despertar las sospechas del marido contiguo, mucho más que los estrépitos de guerra que trataban de evitar. Entonces empezó a reír con los labios apretados, sin renunciar a la lucha, pero defendiéndose con mordiscos falsos y descomadrejeando el cuerpo poco a poco, hasta que ambos tuvieron conciencia de ser al mismo tiempo adversarios y cómplices, y la brega degeneró en un retozo convencional y las agresiones se volvieron caricias. De pronto, casi jugando, como una travesura más, Amaranta Úrsula descuidó la defensa, y cuando trató de reaccionar, asustada de lo que ella misma había hecho posible, ya era demasiado tarde. Una conmoción descomunal la inmovilizó en su centro de gravedad, la sembró en su sitio, y su voluntad defensiva fue demolida por la ansiedad irresistible de descubrir qué eran los silbos anaranjados y los globos invisibles que la esperaban al otro lado de la muerte. Apenas tuvo tiempo de estirar la mano y buscar a ciegas la toalla, y meterse una mordaza entre los dientes, para que no se le salieran los chillidos de gata que ya le estaban desgarrando las entrañas.

LUIS LANDERO - JUEGOS DE LA EDAD TARDÍA (1989)

Inspirado en el eco de la última campanada, Gregorio se imaginó la agonía de un movimiento originariamente impetuoso. Vio morir las olas contra el faro, la calderilla postrera de una gran fortuna, el suspiro final de un alma apasionada, y no solo se negó a reconocer en esas visiones los síntomas precursores del presente, sino que retrocedió en el tiempo hasta encontrar a Aquiles detrás de la tortuga, y cuando a punto estaba ya de proclamar que el mundo era ilusión y solo ilusión, salió a la realidad con una tragantada de pánico.

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