28/9/14

La maldición de los niños eternos

Nota: Con este relato obtuve el tercer premio en el IX Certamen literario Ser Madrid Sur dedicado este año a la ciencia-ficción. Ha sido publicado en formato digital junto con el resto de ganadores y finalistas en el siguiente enlace.

Este cuento puede servir para animarte a no tirar la toalla. Cuando lo escribí me sentí muy contento con el resultado, así que lo mandé a un concurso. No conseguí nada. Le di unas vueltas, unos retoques, añadí algo, quité lo que sobraba y pensé "ahora sí". Pues tampoco; volvió a pasar sin pena ni gloria por ese segundo certamen. Lejos de desanimarme seguí creyendo que mi historia valía la pena, así que volví a someterla a una serie de mejoras y entonces sí, a la tercera fue la vencida. No es la única vez en que me ha pasado algo parecido. Con el microrrelato "Seis meses" repetí la operación en cuatro o cinco ocasiones hasta que obtuvo el primer premio en el IV Certamen Picapedreros. Así que ya sabes, si estás convencido de que tu historia es buena, lucha por ella y no veas los fracasos como derrotas, sino como oportunidades para que tu cuento sea todavía mejor.  



Cuando La Última Anciana cerró los ojos, sus párpados me recordaron a las alas de un insecto. Yo estaba sentada a su lado, en la cama, sujetando su venosa y huesuda mano. El sol llenaba la habitación de luz a través de los ventanales y un completo silencio lo envolvía todo.
—Ha muerto —dijo la compañera que me había estado ayudando a cuidarla durante aquellos últimos meses.
La compañera se mantuvo quieta un rato, seguramente esperando alguna orden. Pero, claro, ya no habría órdenes nunca más. Ella misma debió llegar a esta conclusión, porque finalmente se marchó, cerrando la puerta con suavidad. Yo me quedé todavía un rato más, sin soltar la mano de la Anciana, notando cómo perdía temperatura poco a poco. Mi cerebro se esforzaba por asimilar el hecho de que ya no quedaban seres humanos adultos en el mundo.
Miré los labios pálidos y resecos de la Anciana y me dio la sensación de que en cualquier momento iban a formar una sonrisa.
—Has vivido mucho —le dije estúpidamente a su cadáver—. Casi quinientos siete años. No está mal, aunque no superaste a aquel Anciano que murió a finales del siglo pasado. ¿Cuántos llegó a cumplir? ¿Quinientos veinte?
Conecté mi mente a la nube y lo comprobé: quinientos diecinueve. En cuanto conseguí el dato, volví a la realidad. No me gusta estar mucho tiempo allí. Me siento como si estuviera desnuda delante de un montón de extraños.
Unos minutos después abandoné la habitación. Varios compañeros esperaban en el pasillo para llevarse el cuerpo y enterrarlo. Yo me marché a mi cuarto y durante un tiempo no hice absolutamente nada.
Hace unos días empecé a escribir esta especie de diario. Lo hago porque me recuerda cómo era mi vida antes de que ella muriese. Mi vida consistía en amarla y obedecerla. Y yo era feliz haciéndolo, porque así me programaron. De todas las órdenes que me daba, escribir es lo único que puedo seguir haciendo ahora. Escribir me recuerda a ella. La echo de menos.

* * *

Mis compañeros siguen realizando sus tareas con la misma eficacia de siempre. Saben lo que tienen que hacer y saben cuidar de sí mismos. Los Ancianos lo dejaron todo preparado para que las cosas siguieran en orden cuando todos ellos hubiesen muerto.
Existen innumerables tareas a lo largo y ancho del mundo, llevadas a cabo por millones de robots de todo tipo, pero todas están destinadas a cumplir alguno de los siguientes objetivos:

  • Asegurar el cuidado y la manutención de los niños.
  • Encontrar una cura para la maldición.
  • Destruir a los alienígenas en caso de que vuelvan.
Yo no les puedo ayudar en nada porque no sabría hacerlo. Fui diseñada para ser la criada y la amante de la Última Anciana y es lo único que sé hacer. Bien es cierto que podría pedir que me reprogramasen para que pudieran asignarme una nueva tarea, pero, sinceramente, no me apetece en absoluto.

* * *

Paso los días deambulando por las infinitas galerías de la Ciudad de los Niños. Me gusta observarlos dentro de sus cubículos, tan pequeñitos, tan inocentes, tan... Eternos. Aparentan unos dos o tres meses de edad, pero en realidad son muy viejos. Los mayores pertenecen a la generación de la Última Anciana. Tan sólo son unos años más jóvenes que ella. Estos niños nacieron después del llamado día maldito, por eso no envejecen ni mueren. Los Ancianos nacieron un poco antes, por eso envejecieron y por eso han ido muriéndose.
Los cubículos mantienen una temperatura óptima para los bebés. Se los alimenta con una leche materna sintética que contiene todos los nutrientes que necesitan para estar sanos. El líquido se lo administra un tubo robótico acabado en una tetilla de plástico que se despliega desde una de las paredes del cubículo hasta la boca del crío. Los cubículos también cuentan con un eficaz sistema para eliminar las deposiciones de los niños.
Se sigue un control riguroso y exhaustivo de todas sus constantes vitales, aunque ellos siempre están bien. Lo peor que les puede pasar es sentir un poco de aburrimiento, pero disponen de unas pantallas para entretenerse con luces y sonidos que funcionan a la perfección cuando es necesario.
Hay compañeros expertos, a razón de uno por cada mil niños, que están vigilando constantemente las galerías por si ocurriera algo que el equipamiento del cubículo no pudiese resolver, como por ejemplo un atragantamiento.
Desde que los robots nos hicimos cargo de los niños, hace aproximadamente trescientos años, no ha muerto ninguno. Así que, de momento, todo indica que pueden vivir eternamente siempre que se asegure su integridad física y se satisfagan sus necesidades básicas.

 * * *

La maldición nos trajo algunas cosas buenas. Por ejemplo, acabó con la guerra. Fue un hecho tan grave, tan demoledor, tan difícil de asumir, que se convirtió en la principal preocupación a nivel mundial. Unió a todos los pueblos de la Tierra.
Por otro lado, la búsqueda desesperada de una cura derivó en una serie de conocimientos increíbles que permitieron a la humanidad postergar la llegada de la muerte hasta límites nunca soñados. La esperanza de vida media aumentó de ciento cincuenta años a unos cuatrocientos veinte, llegando en muchas ocasiones a superarse los quinientos, como en el caso de los Ancianos. Y todo en cuestión de décadas.
Aunque, claro, el precio a pagar por todo ello fue bastante alto.

 * * *

La Última Anciana lo era todo para mí, y esto no es una forma de hablar. Fue mi madre, mi amiga, mi ama, mi amante, mi maestra... en cierto modo fue incluso una especie de diosa. Antes de morir encargó a los programadores que anulasen mi capacidad de estar triste. Por eso no lloré cuando murió. Ella no quería que lo pasase mal. A pesar de ello, la echo de menos y su ausencia me causa malestar. No es tristeza propiamente dicha. No sé lo que es, pero puedo asegurar que no es agradable.
Los días sin ella se me hacen largos. Estoy diseñada con la suficiente complejidad como para sentir aburrimiento y querer evitarlo. Y, aun así, también tengo la capacidad de dejarme llevar por la apatía y pasar todo el día deprimida y sin hacer nada. Podría destruirme, suicidarme, pero también estoy diseñada para tener miedo a la muerte y querer seguir viva.

* * *

Anoche me acosté con una compañera. Yo estaba mirando a una niña de piel oscura y mofletes redondos que sonreía mientras dormía. Estaba fascinada contemplando la hermosura de aquel instante mágico, cuando el ruido cercano de unos pasos atrajo mi atención. 
Era una ciborg, como yo. Hay algunos compañeros que no lo son, son simples robots; muchos de ellos no son ni siquiera humanoides. No tienen piel ni pelo y su morfología es extraña, como de insectos, con varios brazos o piernas. Cumplen otras funciones, otras tareas, por eso son tan diferentes, tan grotescos. No me gustan nada.
El caso es que esta compañera sí que tenía apariencia humana. Y qué apariencia. Llevaba un mono azul ajustado y una carpeta electrónica. Era rubia, con el pelo largo y ondulado y con unos ojos grandes, claros y brillantes. Tenía un lunar al lado de la comisura izquierda de los labios. Es curioso que la persona que la diseñó se preocupase por poner ese detalle. No lo censuro; de hecho le queda muy bien. Tan sólo es algo que me llama la atención, como tantas otras cosas.
—Llevo varios días viéndote por aquí —me dijo cuando estuvo a mi lado. 
—Soy la criada de la Última Anciana. Ahora no tengo tareas.
Le pedí que me acompañase un rato. Fuimos a una habitación vacía que perteneció a un Anciano que murió hace muchos años. Me miró extrañada cuando empecé a tocarla. La besé, pero, aunque no se apartó, tampoco movía la lengua ni los labios. Resultó que, a pesar de su aspecto, no estaba programada para sentir deseo sexual y nunca antes había conocido a ningún no-humano que lo sintiera. Le mostré un vídeo a través de la nube y le pregunté si sería capaz de imitar a esas chicas. Me dijo que sí, pero que no veía motivos para hacerlo.
—¿Por qué no lo haces como un favor entre compañeras? — le pregunté.
—¿Como cuando a alguien se le están acabando las baterías y le dejas una de las tuyas?
—Algo parecido.
Y a partir de ahí la cosa no estuvo nada mal.

* * *

Hoy he vuelto a verla. He paseado por las galerías con la intención deliberada de que nos cruzásemos. Se ha puesto contenta al verme. Me ha dicho que podía estar conmigo una hora y hemos salido fuera, al exterior de la ciudad.
El cielo estaba totalmente despejado y una suave brisa mecía las hojas de los árboles. Todo estaba limpio y cuidado, casi aséptico, ya que los compañeros siguen realizando sus tareas como si nada hubiera pasado, como si en unos minutos un montón de gente fuese a aparecer por las calles. Hemos dado un paseo muy agradable por un caminito de grava rosada y le he comentado que tenemos que mover algunos hilos entre los compañeros programadores para que ella también pueda sentir deseo sexual.
—Creo que sería maravilloso —me ha dicho y me ha sonreído y yo me he sentido muy feliz.
Nos hemos sentado en un banco de piedra situado en medio de un precioso jardín adornado con esplendorosos rosales y bordeado de setos perfectamente podados. Entonces hemos estado hablando sobre la maldición y los alienígenas. Sus ideas sobre estos temas me han desconcertado. Nunca había mirado las cosas desde ese ángulo.
La opinión más extendida sobre el origen de la maldición fue que ésta formaba parte de un plan de los alienígenas para quedarse con la Tierra. Debido a esta idea, más de un tercio de los recursos del planeta se destinan al mantenimiento de un desproporcionado ejército robot y al desarrollo de armas con la mayor capacidad de destrucción posible. Y, ciertamente, a mí me parecen medidas razonables teniendo en cuenta cómo se comportaron.
Ellos llegaron a La Tierra, conmocionaron al mundo con esas bocas gigantes en medio de sus cuerpos ovalados, con esas inquietantes esferas sobrevolándolos, haciendo ese ruido burbujeante, desprendiendo ese olor insoportable... y todo para marcharse cinco meses después sin dejar rastro. Apenas habíamos empezado a entendernos, pero no se veían indicios de hostilidad. Todo parecía marchar bastante bien, pero un buen día se fueron, sin avisar, sin dejar nada, ningún mensaje, ningún objeto... nada.
Poco después llegó la maldición, ese extraño organismo que modifica de un modo incomprensible el ADN humano. Aquellas personas que fueron concebidas antes del llamado día maldito, crecieron y murieron de forma normal, como lo venían haciendo todos los seres humanos desde sus orígenes. Los que empezaron a gestarse en fechas posteriores, se desarrollaban con normalidad hasta los dos meses y a partir de ese momento, el tiempo dejaba de pasar para ellos.
Mi compañera me ha dicho que cree que la maldición es en realidad un regalo que los humanos no supieron o no pudieron aprovechar. Ese bicho microscópico al que no hay modo de destruir, llevaría en su interior las claves de la vida eterna. Ella cree que la única intención de los alienígenas era que los humanos pudieran ser inmortales, pero algún problema provocó que las cosas no marchasen exactamente como debían.
—Tienen que ser individuos buenos— me ha dicho.
—¿Por qué?
—Porque han llegado hasta aquí. Llevar a cabo semejante hazaña sólo puede estar al alcance de seres bondadosos. La maldad no es una característica adecuada para poner en marcha grandes proyectos, como son los viajes interestelares.
Le he preguntado que por qué entonces se marcharon y me ha dicho que no lo sabe, pero que podrían existir miles de motivos. Algunos nos resultarían comprensibles, como por ejemplo que hubiese habido algún tipo de emergencia en su planeta que los obligase a volver. Pero podrían existir también muchísimas razones que no entenderíamos debido a las diferencias biológicas, culturales, políticas, éticas, religiosas... Ella incluso cree que es probable que vuelvan en unos años y subsanen el error y que los niños empiecen a desarrollarse y a madurar y que vuelva a haber adultos en la Tierra, adultos que, por primera vez en la historia, no tendrían que morir. 
Hemos estado calladas un buen rato durante el cual no he parado de reflexionar sobre sus palabras. Entonces he llegado a la conclusión de que tanto si la maldición es un regalo como si es parte de un plan para conquistar este planeta, nunca lo llegaremos a saber, pues nuestro gigantesco ejército está preparado para atacar las naves alienígenas en cuanto se acerquen. Esto podría tener diferentes consecuencias: quizás comenzase una terrible guerra; quizás ellos huyesen para siempre; quizás destruyan nuestro planeta simplemente apretando un botón... Lo que no se me ocurre es ningún desenlace plausible en el cual lleguemos a saber la verdad sobre este misterio.
Nos hemos mirado a los ojos. Ella ha apartado la vista un momento, como presa de la timidez y luego ha vuelto a mirarme y ha sonreído. Yo he mirado sus labios, después su lunar y luego sus labios otra vez. Los aspersores del jardín han empezado a funcionar y el Sol ha inundado el césped de pequeños arco iris al atravesar con su luz los enjambres de gotas de agua.
Entonces nos hemos besado y todo lo demás ha dejado de importarme.