2/7/20

Cinco bellas descripciones de paisajes

Fue Simónides de Ceos, que se sepa, el primero en establecer la comparación entre literatura y pintura, aunque la idea adquirió popularidad gracias a Horacio, quien en su Ars poetica dejó plasmada la famosa fórmula ut pictura poesis, la poesía es como la pintura (cuando gente tan antigua habla de poesía debemos entender el término en un sentido más amplio, más cercano a literatura). Las relaciones entre ambas disciplinas han sido siempre, como poco, cordiales, y otra prueba la tenemos en Aristóteles, quien estableció que el origen del arte es la mímesis y que la única diferencia entre la pintura y la poesía se encuentra en los medios empleados para llevar a cabo dicha imitación. De hecho, de estos ancestrales coqueteos interartísticos surgió la écfrasis, que, de un modo muy superficial, podemos definir como aquel texto literario que describe una obra pictórica (en este blog se pueden ver ejemplos).

El paisaje es uno de los principales géneros de la pintura, pero no le pertenece en exclusividad, de tal modo que los grandes escritores a veces necesitan pintar con palabras algunas bellas panorámicas naturales para ambientar sus obras. Hoy os traigo cinco ejemplos con los que me he ido topando en mis lecturas, cinco estilos muy diferentes con los que sus autores colorean y perfilan hermosos, oscuros, idílicos, sobrecogedores o impactantes cuadros lingüísticos. 


Leopoldo Alas, La Regenta (1884-85)


Empezaba el otoño. Los prados renacían, la hierba había crecido fresca y vigorosa con las últimas lluvias de septiembre. Los castañedos, robledales y pomares que en hondonadas y laderas se extendían sembrados por el ancho valle, se destacaban sobre prados y maizales con tonos oscuros; la paja del trigo, escaso, amarilleaba entre tanta verdura. Las casas de labranza y algunas quintas de recreo, blancas todas, esparcidas por sierra y valle reflejaban la luz como espejos. Aquel verde esplendoroso con tornasoles dorados y de plata, se apagaba en la sierra, como si cubriera su falda y su cumbre la sombra de una nube invisible, y un tinte rojizo aparecía entre las calvicies de la vegetación, menos vigorosa y variada que en el valle. La sierra estaba al Noroeste y por el Sur que dejaba libre a la vista se alejaba el horizonte, señalado por siluetas de montañas desvanecidas en la niebla que deslumbraba como polvareda luminosa. Al Norte se adivinaba el mar detrás del arco perfecto del horizonte, bajo un cielo despejado, que surcaban como naves, ligeras nubecillas de un dorado pálido. Un jirón de la más leve parecía la luna, apagada, flotando entre ellas en el azul blanquecino. Cerca de la ciudad, en los ruedos, el cultivo más intenso, de mejor abono, de mucha variedad y esmerado, producía en la tierra tonos de colores, sin nombre exacto, dibujándose sobre el fondo pardo oscuro de la tierra constantemente removida y bien regada.



Pío Baroja, Nihil (1919)


El paisaje es negro, desolado y estéril; un paisaje de pesadilla de noche calenturienta; el aire espeso, lleno de miasmas, vibra como un nervio dolorido. Por entre las sombras de la noche se destaca sobre una colina la almenada fortaleza, llena de torreones sombríos;  por  las ventanas ojivales salen torrentes de luz que van a reflejarse con resplandor sangriento en el agua turbia de los fosos. En la llanura extensa se ven grandes fábricas de ladrillos, con inmensas chimeneas erizadas de llamas, por donde salen a borbotones bocanadas de humo como negras culebras que suben lentamente desenvolviendo sus anillos a fundir su color en el color oscuro del cielo. 


Ana María Matute, Pequeño teatro (1954)


Oiquixa era una pequeña población pesquera, con callejuelas azules, casi superpuestas y unidas por multitud de escalerillas de piedra. Parecían colgadas unas sobre otras, porque Oiquixa había sido construida en una pendiente hacia el mar. Una sola calle, ancha, llana, atravesaba el poblado y recibía el pomposo nombre de Kale Nagusia; avanzaba, avanzaba hasta convertirse en un camino largo y estrecho que se adentraba en las olas. Lo remataba un viejo faro en ruinas, cuya silueta se recortaba melancólicamente sobre el color del mar. Cuando llovía, parecía resbalar un llanto nostálgico sobre sus piedras. Al atardecer, se diría que todo Oiquixa estaba a punto de derrumbarse y caer en las aguas rosadas de la bahía. Era un hermoso espectáculo, tal vez parecido a un sueño absurdo, aquella extraña galería de puertecitas y tejados reflejándose al revés en el agua. Pero en la noche, desde la colina, el muelle de Oiquixa era como un negro pulpo de ojos amarillos que avanzaba sus tentáculos hacia las olas.


Rafael Sánchez Ferlosio, El Jarama (1956)


Los altos de Paracuellos enrojecían, de cara hacia el poniente. Tierras altas, cortadas sobre el Jarama en bruscos terraplenes, que formaban quebradas, terrazas, hendiduras, desmoronamientos, cúmulos y montones blanquecinos, en una accidentada dispersión, sin concierto geológico, como escombreras de tierras en derribo, o como obras y excavaciones hechas por palas y azadas de gigantes. Bajo el sol extendido de la tarde, que los recrudecía, no parecían debidos a las leyes inertes de la tierra, sino a remotos caprichos de jayanes.



Juan Benet, Volverás a Región (1967)


Más arriba de la vega de Ferrellan el río, en un valle en artesa, se divide en una serie de pequeños brazos y venas de agua que corren en todas direcciones sobre terrenos pantanosos y yermos en los que, hasta ahora, no ha sido posible construir una calzada. El camino abandona el valle y, apoyándose en una ladera desnuda, va trepando hacia el desierto cruzando colinas rojas, cubiertas de carquesas y urces; a la altura de la venta de El Quintán la vegetación se hace rala y raquítica, montes bajos de roble y albares de formas atormentadas por los fuertes ventones de marzo, hasta el punto que en más de cinco kilómetros no existe otro lugar de sombra que un viejo pontón de sillería por donde –excepto los días torrenciales que pasa una tumultuosa, ensordecedora y roja riada– corre un hilo de agua que casi todo el año se puede detener con la mano. A medida que el camino se ondula y encrespa el paisaje cambia: al monte bajo suceden esas praderas amplias (por donde se dice que pasta una raza salvaje de caballos enanos) de peligroso aspecto, erizadas y atravesadas por las crestas azuladas y fétidas de la caliza carbonífera, semejantes al espinazo de un monstruo cuaternario que deja transcurrir su letargo con la cabeza hundida en el pantano; surgen allí, espaciadas y delicadas de color, esas flores de montaña de complicada estructura, cólchicos y miosotis, cantuesos, azaleas de altura y espadañas diminutas, hasta que un desordenado e inesperado seto de salgueros y mirtos parece poner fin al viaje con un tronco atravesado a modo de barrera y un anacrónico y casi indescifrable letrero, sujeto a un palo torcido:

SE PROHÍBE EL PASO.
PROPIEDAD PRIVADA.


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