29/5/19

La novela española desde 1939: un rápido vistazo


La Guerra Civil provocó que la narrativa española tomase dos caminos a partir de 1939, cada uno con sus propias particularidades. Por un lado, los novelistas que se vieron abocados al exilio desarrollaron su labor literaria en libertad y sin aislamiento cultural, aunque condicionados por el hecho de tener que empezar una nueva vida en un país extranjero, habiendo dejado atrás seres queridos y propiedades, y sufriendo la incertidumbre en torno al posible regreso y al destino de sus compatriotas. Por otro lado, aquellos narradores que se quedaron en España tendrían que enfrentarse a considerables inconvenientes a la hora de concebir sus obras, como la censura, especialmente férrea en los primeros lustros, así como a la imposibilidad o extrema dificultad de acceder a las nuevas técnicas literarias que se fuesen desarrollando en el plano internacional.

LA NARRATIVA DEL EXILIO

Los exiliados, aislados del desarrollo de la sociedad española, centraron sus obras en la guerra civil y sus consecuencias. La experiencia del exilio o los problemas sociales del mundo occidental constituyeron también fuentes primarias de material narrativo. En cuanto a su estilo literario, podemos decir que son representantes de un realismo de carácter innovador, salvo en algunos casos como el de Arturo Barea, cuyas obras resultan herederas de un realismo de corte más clásico. En cualquier caso, hemos de tener presente que, como no puede ser de otro modo, en un grupo de autores tan numeroso tiene que existir una gran heterogeneidad. 

Rosa Chacel se exilió en Brasil y Argentina, pudiendo realizar un primer viaje a España en 1962. Sus novelas son lentas, con poca trama argumental y muy centradas en el mundo psicológico de los personajes. La memoria es un elemento fundamental. Entre sus obras del exilio destacan Memorias de Leticia Valle (1945), sobre las reflexiones intelectuales de una niña, y La sinrazón (1960) que constituye su novela más importante, en la que de nuevo la autora se proyecta en el protagonista para plasmar una serie de recuerdos y cavilaciones, algunas sobre España. Entre el exilio y su regreso escribe la trilogía compuesta por Barrio de Maravillas (1976), Acrópolis (1984) y Ciencias naturales (1988), en la cual trata los temas típicos de la narrativa de los desterrados: la realidad social de España desde comienzos del XX hasta la guerra y la experiencia del exilio. 

Ramón J. Sénder se exilia en Francia a finales 1938 desde donde viajará a México y Estados Unidos. Su obra pasa del compromiso político anterior a la guerra, a una amplia pluralidad de enfoques. Sus libros empiezan a conocerse en España en los sesenta, y muestran preocupación por los problemas del ser humano, tanto individuales como colectivos. Su estilo es por lo general sobrio, claro y preciso. Réquiem por un campesino español, publicada en 1953 (con el título de Mosén Millán) es una de sus mejores obras y en ella muestra dos planos temporales entrecruzados, bellas escenas costumbristas, y una trama originada en los acontecimientos relacionados con la segunda república y el estallido de la guerra. 

Francisco Ayala marcha exiliado a Buenos Aires en 1939 y regresa por primera vez a España en 1960. Sus novelas se centran en la crisis de valores en occidente a partir de los horrores de las guerras mundiales. Maneja con maestría la diversidad de perspectivas y se decanta por el uso de la primera persona frente al narrador omnisciente. Su estilo es elaborado, de expresión precisa, e intenta imprimir originalidad en su prosa. Una de sus principales obras del exilio es Los usurpadores (1949), una colección de relatos vertebrados en torno a la idea del abuso de poder y ambientados en una España de tiempos remotos. 

Arturo Barea se exilia primero en Francia y después en Inglaterra, donde vivirá el resto de su vida. Toma como referentes a Galdós y Baroja y practica un realismo sencillo y eficaz no exento de un tono íntimo y entrañable. Logró un éxito impresionante con la trilogía La forja de un rebelde (1941-1944), publicada primero en inglés, saliendo de imprenta en España en 1971, cuando ya era conocida en numerosas lenguas. Los tres volúmenes narran la vida del autor y ofrecen un detallado panorama de la sociedad española desde principios de siglo hasta la guerra civil. 

Max Aub se exilió en Méjico en 1942. En 1939 había escrito la primera novela de El laberinto mágico, su saga sobre la guerra civil, que se compondría de los títulos Campo cerrado (1943), Campo de sangre (1945), Campo abierto (1951), Campo del Moro (1963), Campo francés (1965) y Campo de los almendros (1967). Es considerada como una de las obras narrativas más amplias y profundas sobre el conflicto. 

Pasemos ahora a centrarnos en aquellos autores que se quedaron en España, donde irán sucediéndose diferentes corrientes literarias muy influidas por el devenir de los acontecimientos culturales, sociales y políticos, las cuales, por convención, se han ido emparejando con sucesivas décadas del siglo XX. De este modo, tendríamos, por ejemplo, la llamada novela existencial en los años cuarenta, la novela social en los cincuenta, o la novela experimental o estructural en los sesenta. Aunque nos vamos a ocupar de estas corrientes predominantes, es necesario señalar que existieron otras tendencias al margen de ellas. Por ejemplo, una serie de novelistas como Juan Antonio de Zunzunegui o Elisabeth Mulder se mantuvieron fieles a un realismo de tipo decimonónico mientras que otros como Pedro de Lorenzo y Eulalia Galvarriato compusieron obras basadas en un realismo esteticista de prosa muy cuidada. Alejados de los moldes del realismo pero también con una esmerada estética, tendríamos a escritores como Álvaro Cunqueiro o Joan Perucho, que concibieron historias enmarcables en la fantasía medieval o legendaria. Es de destacar, por último, una narrativa humorística escrita por autores como Miguel Mihura o Antonio Mingote que, aunque en ocasiones dejaba traslucir algún atisbo de crítica social, por lo general evitaba buscar problemas con la censura. 

LOS AÑOS CUARENTA Y LA NOVELA EXISTENCIAL

La novela existencial tuvo entre sus principales representantes a Camilo José Cela, Miguel Delibes y Carmen Laforet, autores que vivieron la guerra siendo adultos y que mostraron cierto aislamiento o independencia respecto a sus compañeros de profesión. Algunos de sus temas básicos son la incomunicación y la incertidumbre del destino humano. Sus personajes son seres desorientados que caminan a la deriva dando bandazos ante un impasible desarrollo de los acontecimientos, marcados por el sinsentido, la desesperación y la muerte. En el aspecto técnico, destaca el uso de la primera persona, el relato autobiográfico, el monólogo interior y la narración objetiva de los hechos, en ocasiones brutales. Estas novelas, a pesar de la censura, describieron con crudeza la situación de miseria y angustia social, mostrándose como inquietantes anomalías dentro del panorama literario triunfalista afín al régimen, de un modo similar a como también se mostró el poemario de Dámaso Alonso Hijos de la ira

La familia de Pascual Duarte (1942) es la obra puntera de la corriente que se vino a llamar tremendismo, un tipo de novela existencialista construida mediante un brutal realismo expresionista de cuidada elaboración formal que narra hechos violentos y desagradables. Cela cosechó un extraordinario éxito con su debut como novelista, haciendo tambalearse los cimientos del panorama literario de posguerra y escandalizando a buena parte de la sociedad, ganándose el rechazo de la iglesia, que tachó la obra de inmoral y repulsivamente realista. Entre sus influencias se encuentra la novela picaresca, el naturalismo o la narrativa cervantina, en especial por el uso de la técnica del manuscrito encontrado. Cela fue un escritor que se caracterizó por la innovación, de tal forma que llevaba a cabo un nuevo ensayo en cada obra. Así, sus siguientes novelas, no repitieron la fórmula del tremendismo a pesar del éxito que le había reportado. Pabellón de reposo (1943), a la que Cela se refirió como “el anti-Pascual”, es una novela de ritmo lento que, con una rica prosa poética, nos habla sobre los internos de un sanatorio. Por su parte, Nuevas andanzas y desventuras de Lazarillo de Tormes (1944) supuso un intento de traer a nuestros tiempos el género picaresco. Así pues, vemos que Cela se negó a transitar el camino que él mismo había dejado abierto. 

Nada (1945) de Carmen Laforet, ganadora de la primera edición del Premio Nadal, constituye la segunda obra fundamental del existencialismo tremendista, aunque de una violencia más psicológica que física, sin verse exenta de esta última. Es una novela pesimista y desoladora en la que sus seis personajes viven atormentados en un ruinoso piso de Barcelona. Algunas características de la narrativa de Laforet se muestran claramente en esta novela, como la construcción de agresivos personajes sumidos en un ambiente hostil y la síntesis narrativa entre invención y recuerdo. En 1952 vio la luz La isla y los demonios, una novela similar a la anterior, aunque algunos críticos señalan que la supera en cuanto a técnica narrativa. Posteriormente, Laforet publicó varias novelas breves de gran calidad caracterizadas por sus nuevas inquietudes religiosas. 

Al igual que Cela y Laforet, Miguel Delibes también logró un gran éxito con su primera novela, La sombra del ciprés es alargada (1948), ya que obtuvo el premio Nadal. En esta obra y en la siguiente, Aún es de día (1949), Delibes todavía no había desarrollado todo su potencial, y su narrativa se basaba en un existencialismo cristiano en busca respuestas al sinsentido de la vida. Sus mejores novelas empezarían a llegar en la siguiente década. 

LOS AÑOS CINCUENTA Y LA NOVELA SOCIAL 

La nueva década va a encontrarse dominada en lo literario por el llamado realismo social, que se manifestará en la novela, la poesía y el teatro. Su principales representantes vivieron la guerra siendo niños y se mostraron más solidarios, entre sí y hacia su pueblo, que sus predecesores (Sobejano, 2003: 16). Como es natural, podemos observar distintas sub-corrientes dentro de la tendencia general. Así, María Clementa Millán (2010: 260) propone hablar de un realismo objetivista, capitaneado por Rafael Sánchez Ferlosio frente a un realismo crítico, formado por una nómina de autores como Ignacio Aldecoa o Jesús Fernández Santos. Otras subdivisiones pueden establecerse en función del entorno en que se desarrollan los hechos: rural, por ejemplo en Aldecoa, urbano en Luis Romero. O, siguiendo a Sobejano, dependiendo de si la obra se centra en la defensa del pueblo (Aldecoa, López Pacheco…), en el ataque a la burguesía (García Hortelano, Juan Marsé…) o en la crítica social desde el enfoque del individuo (Carmen Martín Gaite, Ana María Matute…). Curiosamente, va a ser de nuevo Camilo José Cela quien comience a andar el camino de la nueva década y de la nueva corriente literaria con su obra La colmena (1951), una novela bisagra entre el existencialismo y el realismo social en la que se muestran las dificultades de la sociedad madrileña de 1942 mediante el uso del protagonista colectivo. Otro miembro destacado de la etapa anterior, Miguel Delibes, contribuirá a la nueva corriente con algunas obras de fuerte componente crítico, como El camino (1950) o Las ratas (1962).

Con una prosa elegante y cuidada y una equilibrada combinación de objetivismo y subjetividad, Ignacio Aldecoa aportó dos novelas en las que se muestra la tragedia de sus humildes personajes sin caer en el proselitismo ideológico. Son El fulgor y la sangre (1954) y Con el viento Solano (1956) en las que se narran las consecuencias de un asesinato desde perspectivas diferentes. Más tarde, publicaría dos novelas sin apenas trama en las que se centra en describir minuciosamente la vida de los pescadores: Gran Sol (1957) y Parte de una historia (1967). Por su parte, Jesús Fernández Santos, con una prosa precisa y unos diálogos llenos de naturalidad, publica también hitos del realismo social, como Los bravos (1954), sobre la cotidianidad de los habitantes de un pueblecito leonés o En la hoguera (1957), sobre las angustiosas vivencias de un tuberculoso. 

Con El Jarama (1955), Rafael Sánchez Ferlosio obtuvo el Premio Nadal y el Premio de la Crítica.  Esta obra se considera el ejemplo paradigmático del realismo objetivista, siendo destacable su equilibrio entre prosaísmo y lirismo (Pedraza y Rodríguez, 2000: 584). Se da una elevada concentración temporal y espacial y una trama escasa, destacando el diálogo por encima de la narración. El conjunto de personajes, protagonistas colectivos, mantiene su lucha contra el aburrimiento hasta que en un momento dado aflora la tragedia. 

En estos años publica Carmen Martín Gaite su novela más famosa, Entre visillos (1958), la cual se adscribe a un realismo social de tipo más intimista. En esta obra vemos un conjunto de personajes de vidas frustradas a través de la mirada de dos puntos de vista, uno más objetivo y otro más visceral. Por su parte, Ana María Matute publica también en 1958 su obra más ambiciosa, Los hijos muertos, ganadora del Premio de la Crítica y del Premio Nacional de Literatura. En ella, mediante la alternancia entre el presente y el recuerdo, se nos narra la tragedia de la Guerra Civil y sus consecuencias a través de dos generaciones. 

LOS AÑOS SESENTA Y LA NOVELA EXPERIMENTAL

Aunque hubo autores que continuaron cultivando el realismo social o incluso la novela existencial, la llegada de Tiempo de silencio de Luis Martín Santos en 1962 supuso el comienzo de una nueva etapa en la literatura española. El continuo proceso de aperturismo político había ido permitiendo por fin la llegada de nuevas técnicas literarias ensayadas en el extranjero desde hacía tiempo a través de la pluma de autores como Joyce, Faulkner, Dos Passos, Steinbeck o los escritores del Boom de la novela sudamericana. 

La innovación se apreciará principalmente en lo formal, afectando a todos los elementos de la novela. Se narran las historias en segunda persona, se rompe la linealidad temporal con retrospecciones y anticipaciones, así como por la simultaneidad de hechos que ocurren en tiempos diferentes, se prescinde del narrador omnisciente en pos de una pluralidad de voces, testimonios y testigos, abunda el estilo indirecto libre, el flujo de conciencia o el monólogo interior y se invita al lector a participar en la ficción, dejando huecos vacíos que deberá rellenar. 

Serán partícipes de este movimiento autores consagrados como Cela y Delibes. El primero publicará Vísperas, festividad y octava de San Camilo del año 1936 en Madrid (1969), cuya acción se enmarca en los días 17, 18 y 19 de julio de 1936, sirviéndose de tres niveles narrativos entremezclados: el de los enfrentamientos entre las tropas sublevadas y los habitantes de Madrid, el de la vida cotidiana de numerosos personajes al estilo de La colmena y el del narrador protagonista en segunda persona. Por su parte, Miguel Delibes aportará una de sus más célebres obras, Cinco horas con Mario (1966), en la que la protagonista mantiene un larguísimo diálogo (lógicamente unidireccional) con el cadáver de su marido que sirve para dejar su alma al desnudo y trazar un profundo retrato social. 

Gonzalo Torrente Ballester realiza su aportación a la literatura experimental de modo más tardío, en 1972, con La saga/fuga de J.B. A pesar de llevar por entonces unos treinta años dedicándose a las letras, aquella fue la primera ocasión en que cosechó un notable éxito. En esta obra, el autor gallego logra una exitosa fusión de realidad y fantasía que ya había ensayado con menor fortuna en Don Juan (1963). Entre sus innovaciones se encuentra la de estar formada por tres capítulos de un solo párrafo cada uno, el presentar la acción sin seguir un orden cronológico o la alternancia entre el monólogo en primera persona del protagonista y un narrador impersonal. 

Un autor más joven pero también con cierta trayectoria que dejará su huella en esta etapa será Juan Goytisolo con su Señas de Identidad (1966), primera parte de la autobiográfica trilogía de Álvaro Mendiola. Con esta obra se propone desmitificar España y para ello se sirve de técnicas experimentales como la fragmentación del relato, el discurso caótico, el incumplimiento de las normas de puntuación o la combinación de voces narrativas, incluida la segunda persona. En una situación similar tenemos a José Manuel Caballero Bonald, que, con una considerable obra poética publicada, debuta como novelista en 1962 con Dos días de septiembre, una obra enmarcable dentro del ya moribundo realismo social. Sin embargo, de un modo también tardío, se sumará a la corriente experimental con Ágata ojo de gato (1974). Las innovaciones en esta obra se manifiestan en un uso anómalo del lenguaje y en la inserción de largos fragmentos en cursiva exentos de signos de puntuación. 

La primera novela de Juan Benet fue Volverás a Región (1967), aunque su germen se encuentra en el libro de relatos de 1961 Nunca llegarás a nada. La obra no muestra tan alto grado de experimentación como otras coetáneas, pero Benet reconoció su deuda con Faulkner, del que toma técnicas como el monólogo interior, el uso peculiar del tiempo, el perspectivismo o la estructura compleja. Pero, sin duda, el autor más representativo de esta corriente fue, como ya apuntamos antes, Luis Martín Santos. Tiempo de silencio se publicó en 1962 con varias mutilaciones censoras, no viendo la luz completa hasta 1980. El argumento puede llegar a considerarse melodramático y folletinesco (Pedraza y Rodríguez, 2000: 821), aunque también es cierto que el autor suple la falta llevando a cabo una degradación paródica de dichos géneros. Aunque inicia una nueva etapa, no deja de ser heredera de la corriente del realismo social por sus ambientes, personajes y desarrollo de los acontecimientos. Pero lo que llevó a esta novela a ocupar un lugar privilegiado en la historia de nuestra literatura fue su técnica y estilo. Destaca el empleo de recursos como el monólogo interior, el tratamiento no lineal del tiempo, el perspectivismo, el uso de diferentes voces narrativas, la yuxtaposición de escenas, una sintaxis original y un vocabulario sorprendente. El autor inventa palabras compuestas como abretaxi o destripaterrónica, utiliza neologismos cultos como atrabiliagenésicas, tecnicismos médicos como algodón hidrófilo, voces de germanía como chorbo o parodias de expresiones latinas como jubilatio in carne feminae.   

LA NUEVA NARRATIVA EN LAS ÚLTIMAS DÉCADAS DEL SIGLO XX

Los años setenta estuvieron marcados por la transición a la democracia y, los ochenta, por el desarrollo económico y la definitiva modernización e incorporación de España a la esfera internacional. Los exiliados pudieron regresar (aunque muchos ya lo habían ido haciendo a lo largo de los sesenta) y los artistas de la palabra pudieron desarrollar su labor sin el miedo a la censura. 

En la narrativa, la nota dominante va a ser la diversidad y el placer de contar buenas historias, pasando a un segundo plano la experimentación formal, que todavía dará unas pocas muestras, como las obras de Cela Mazurca para dos muertos (1983) o Cristo versus Arizona (1988). Se produce un gran auge de la novela de género, como la policiaca, con Manuel Vázquez Montalbán o Eduardo Mendoza, o la histórica, cultivada por escritores como Carme Riera o Pérez Reverte. La huella de la experimentación de la década precedente se deja notar a veces en la mezcla de géneros y lenguajes. Autores consagrados como Delibes, Matute o el propio Cela, continúan con sus carreras, adaptándose a los nuevos tiempos y recibiendo grandes reconocimientos como el Cervantes o el Príncipe de Asturias. 

Los temas predominantes, por influencia del neorrealismo norteamericano, van a ser los desarrollados en ambientes urbanos, girando en torno a problemas de la vida contemporánea. También se va a recurrir a buscar la materia novelesca en los recuerdos de la infancia o la primera juventud, en general con una mirada más nostálgica o irónica que crítica. 

Se considera que La verdad sobre el caso Savolta (1975) de Eduardo Mendoza es la obra inaugural de este periodo. En ella destaca el uso del autor omnisciente que combina la primera y tercera persona y que transmite sus preocupaciones existenciales, así como la síntesis entre novela histórica y policíaca. En años posteriores, Eduardo Mendoza se consolidará como uno de los grandes novelistas de nuestro tiempo, revelándose como un autor poliédrico capaz de continuar fusionando con maestría diferentes géneros, como en Sin noticias de Gurb (1991) en la que mezcla el humor, la ciencia-ficción y el género detectivesco, al tiempo que compone novelas más sobrias y clásicas como La ciudad de los prodigios (1986). 

Manuel Vázquez Montalbán vendrá a ser el gran autor de novela policíaca, con su saga sobre el detective Carvalho, que generó grandes obras como Los mares del sur (1979) o Los pájaros de Bangkok (1983). Muchos de los procedimientos de este género se dejaron ver en obras de otros autores, como en Beltenebros (1989) de Antonio Muñoz Molina o Letra Muerta (1984) de Juan José Millás

El éxito de novelas históricas extranjeras como las de Umberto Eco, Robert Graves y Marguerite Yourcenar, provoca una gran eclosión de este género en España. Los tratamientos fueron diversos, como en el enfoque irónico de Torrente Ballester en Crónica del rey pasmado (1989) o el de Vázquez Montalbán en Autobiografía del General Franco (1989) por un lado, o en una mirada más seria en obras como En el último azul (1984) de Carme Riera o la serie Episodios de una guerra interminable, de Almudena Grandes, en la que se van narrando historias relacionadas con la resistencia antifranquista que operó entre 1939 y 1964. 

Otro de los caminos seguidos por la narrativa fue el de la llamada metaliteratura, que tuvo antecedentes clásicos en Cervantes o Calderón y algo más cercanos en Unamuno o Lorca. Algunos ejemplos de estas décadas son Gramática parda (1982) de Juan García Hortelano o Beatus Ille (1986) de Antonio Muñoz Molina. No está de más remarcar que en el inmenso panorama de la novela española reciente, cada autor posee sus propias particularidades, creando mundos narrativos personales, ensayando diferentes modelos y participando en multitud de géneros y enfoques. 

LA NOVELA A COMIENZOS DEL SIGLO XXI

A lo largo de los años noventa y en lo que llevamos de siglo XXI, han ido falleciendo las grandes personalidades que renovaron la narrativa española a partir de la guerra: Gonzalo Torrente Ballester (1999), Camilo José Cela (2002), Carmen Laforet (2004), Miguel Delibes (2010), Ana María Matute (2014) Juan Goytisolo (2017) o, muy recientemente, Rafael Sánchez Ferlosio. Otros escritores tomaron el relevo a la cabeza de las bellas letras españolas y continúan desarrollando sus obras. Nuevas generaciones y movimientos han ido buscando su sitio, como la Generación X o el After pop, con destacados e innovadores novelistas como el profesor Juan Francisco Ferré

Quizá todavía sea pronto para teorizar sobre la novela de estas últimas tres décadas en las que no parecen haberse dado grandes fracturas y sí una continuidad marcada por la diversidad de estilos, temas y géneros. Lo que probablemente podemos tener por seguro es que no vamos a dejar de contar con autores atentos a los problemas y desafíos del presente dispuestos a ofrecernos grandes historias que merezca la pena leer.

BIBLIOGRAFÍA

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  • UMBRAL, F. (2002). Cela: un cadáver exquisito. Barcelona: Planeta.                                         

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