10/2/21

Las nieves del infierno - Pólvora en salvas VI

Mi barrio, que es como un pueblo, posee una de las plazas más antiguas de Madrid, la cual se encuentra presidida por unos gigantescos y majestuosos cedros del Himalaya cuyas copas suelen verse coronadas por familias de cigüeñas. Bueno, al menos era así hasta hace unas semanas; hasta el día en que nos vomitó encima la borrasca Filomena. 

Desde entonces, nuestros queridos cedros no han vuelto a ser los mismos. Sus ramas, antes enhiestas y frondosas, se vieron obligadas a soportar el peso de toneladas y toneladas de nieve inútil, estúpida, de nieve molesta y destructiva. Cuando por fin aquella nívea bilis tuvo el detalle de deshacerse, pudimos apreciar el desastre estético en toda su plenitud. Nuestros cedros, el orgullo del barrio, se mostraban alicaídos, enfermizos, humillados, con varias extremidades colgando o yaciendo partidas en el suelo y con la espesura de su ramaje clareando, exponiendo su interior, exhibiendo sus castigadas entrañas de madera centenaria. 

En el Sueño del infierno, se sorprendía Quevedo al verse de repente obligado a tiritar de frío en una zona determinada. Aunque Dante ya había utilizado las bajas temperaturas como castigo infernal, en el caso de la obra de nuestro satírico, la causa residía en la presencia de «bufones, trúhanes y juglares chocarreros», los cuales helaban aquella parte del inframundo con su falta de gracia. Hay quien apunta a que esta idea del frío infernal podría provenir de San Mateo, 22, 13, donde se lee aquello de «arrojadle fuera, a las tinieblas, donde no habrá sino llanto y crujir de dientes». Sea como fuere, recordando lo vivido y observando el aspecto mortecino de nuestros queridos cedros, no puedo dejar de pensar que, por unos días, Filomena quiso, maldita la gracia, instalar el infierno en nuestra tierra.  

 

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