27/12/20

Inevitable

Eran las cinco de la tarde cuando llamaron al timbre. Yo estaba en mi habitación, fumando un cigarrillo y contemplando plácidamente la lluvia a través de la ventana. No esperaba visita, por lo que me molestó bastante que alguien tuviera que venir a estropear aquel reconfortante momento. Aplasté el cigarro en el cenicero y me dirigí con desgana hacia la puerta. 

Resultó que la persona que esperaba al otro lado era yo mismo, aunque con veinte o treinta años más. Me quedé observándolo (¿observándome?) en silencio durante unos instantes y un doloroso sentimiento de tristeza fue brotando en las profundidades de mi ser. Estaba muy delgado y apenas le quedaba pelo. Su piel se mostraba arrugada, seca y oscurecida. Llevaba puesto un viejo chaquetón negro lleno de manchas y descosidos. Estaba empapado por la lluvia y tiritaba de frío. Me miró a la cara y me reconocí claramente en sus ojos tristes y suplicantes. Me eché a un lado y le dije:

―Pasa, por favor.

Colgué su abrigo en el perchero y le di una toalla para que se secase. Con un leve movimiento de cabeza me dio las gracias. Se puso a caminar por el salón, mirando a su alrededor con serenidad, rozando muebles y objetos con la punta de los dedos. Le ofrecí café y me dijo muy amablemente que prefería algo de comer, así que le preparé un bocadillo que devoró tan rápido como le permitieron sus artríticas manos. 

Cuando terminó me senté frente a él, encendí un cigarrillo y le acerqué el paquete de tabaco deslizándolo sobre la mesa.

―Tengo cáncer de pulmón― dijo mientras cogía uno. 

Le di fuego y observé cómo aspiraba una profunda calada, expulsaba el humo, y empezaba a toser con violencia. 

―¿Por eso has venido?― le pregunté―. ¿Para convencerme de que lo deje antes de que sea demasiado tarde?

Me miró a través de la neblina generada por nuestros cigarrillos y sonrió condescendiente. 

―No, no. Eso no serviría de nada. No hay absolutamente nada que se pueda hacer para que lo dejes. Seguirás fumando toda tu vida y tendrás cáncer de pulmón, como yo. No hay forma de cambiar eso. Sé que cuesta entenderlo, pero no lo dejarás puesto que yo nunca lo he dejado.  

―Entonces, ¿a qué has venido?

Se sacó del bolsillo una cajita negra que colocó sobre la mesa con cuidado, muy despacio, como si se fuera a romper.

―Necesito tu ayuda― me dijo con la voz quebrada. 

Entre caladas y ataques de tos me contó que acababa de salir de la cárcel tras una larga e injusta condena. Su sociedad le había dado la espalda. No podía trabajar, no tenía casa, ni familia, ni amigos; no recibía ningún tipo de ayuda pública o privada. 

―Estoy muy enfermo, totalmente acabado. No quiero pasar el poco tiempo que me queda arrastrándome por las calles, buscando comida en la basura, apestando, sumido en la miseria y la tristeza, desesperado… 

―¿Qué hay en la caja? ―pregunté con desconfianza. 

―Verás, conocí a un buen tipo en un hospital, una persona extraordinaria. Me dio esto. 

Abrió la caja y vi que en su interior había una jeringuilla llena de líquido. 

―Es una dosis letal de morfina ―dijo con una leve sonrisa. Me mostró sus manos temblorosas y atrofiadas y añadió―: Yo no sería capaz de inyectármela, apenas puedo sujetar un bolígrafo. Y no, sé lo que estás pensando, no puedo quedarme aquí contigo. Ya deben saber que estoy en otro tiempo y me estarán buscando para llevarme de vuelta. Esta es la única solución para mí y tú eres el único que puede ayudarme. 

Se remangó el brazo izquierdo y me lo mostró. Las venas se veían verdosas y enormes bajo su maltrecha piel. Un destello de esperanza en sus ojos terminó de convencerme. 

Le pedí que se tumbase en el sofá e hice lo que tenía que hacer. Me quedé observando cómo abandonaba este mundo, el rostro colmado de felicidad. Después llamé a la policía y les conté que había ayudado a un hombre a morir. 

Afuera seguía lloviendo. Encendí de nuevo un cigarrillo y me quedé mirando por la ventana, a la espera de que llegaran los coches patrulla, aguardando un destino que ya no tenía secretos para mí. 

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