Juegos de la edad tardía es una novela que puede entenderse como ejemplo, como homenaje y como exhibición. Lo primero se debe a que su autor, Luis Landero, trabajó en ella durante ocho largos años en los que no dejó de encajar cada escena con precisión milimétrica, puliendo los detalles como un orfebre y poblando su mundo de personajes tan vivos como cualquiera de nosotros. Landero logró resistir estoicamente a la apremiante tentación de dar por concluida su obra gracias al afán de seguir apretando más y más las clavijas de la perfección. Cuando salió de imprenta, Juegos de la edad tardía fue calurosamente acogida por el público, recibiendo además el Premio de La Crítica y el Premio Nacional de Literatura. Por todo ello, estamos ante un libro que constituye todo un ejemplo de prudencia, paciencia y perseverancia, más aún si tenemos en cuenta que estamos hablando de la primera novela de este escritor, la cual fue publicada cuando él ya superaba los cuarenta años.
Por último, Juegos de la edad tardía es también una exhibición, un despliegue de talento inaudito, una muestra del más excelso dominio del lenguaje. Landero adora y mima las palabras. Sabe cómo combinarlas para evocar la imagen precisa, la sensación exacta. Con un léxico amplísimo y diverso, logra hacer saltar chispas de realidad en cada frase, emparejando formas y contenidos como un hechicero de la semántica. Baste un solo ejemplo para ilustrar lo que mi torpeza me impide describir adecuadamente:
Enseguida, espoleado por el temor a la cobardía, salió a la puerta y miró la sala en penumbra. Sobre el organillo se amontonaba su indumentaria de impostor, y en un sillón había una caja de zapatos y seis libros iguales, abandonados a un orden de naipes perdedores. Junto a la ventana, en una silla que guardaba la ausencia de su dueña, distinguió la caja de los hilos y las agujas de tejer. Las cosas de siempre parecían envueltas en un aire hostil de novedad.
En definitiva, Juegos de la edad tardía es una obra inmensa, deliciosa y entrañable, una novela para leer pausadamente, saboreándola como si se tratase del primer y último manjar del mundo, un libro que constituye la cumbre de la narrativa española contemporánea y que probablemente la posteridad llegará a considerar como uno de los primos pequeños de Don Quijote.
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