7/9/24

Residencia

Ángel arrastraba la mirada por las calles solitarias de la ciudad mientras su madre conducía hacia la residencia de ancianos bajo una lánguida llovizna. Allí les esperaba el abuelo, o, más bien, lo que quedaba de él. No habían ido a verlo desde hacía semanas. 

—Ya no sabe ni quién es, ¿para qué tengo que ir yo? —preguntó el joven.

—Oh, no empieces, por favor —le respondió su madre.

Aparcaron el coche y accedieron al edificio. Todo estaba más tranquilo de lo habitual. Los sombríos pasillos transmitían una calma densa, letárgica. Una enfermera les dijo que esperasen un momento, que enseguida traerían al abuelo. 

—No vamos a poder salir —dijo la madre mirando hacia las nubes a través de una cristalera.

Ángel, aburrido, resignado, podía sentir los segundos desplazándose lentos como una inmensa masa pegajosa a través del tejido de la eternidad. 

—¡Aquí está el abuelo! —anunció la voz de la enfermera a sus espaldas. 

Se volvieron y pudieron ver al anciano sentado, o, más bien, demolido sobre la silla de ruedas. Su rostro se encontraba apagado, inmóvil, y su mirada, perdida, vacía. Buscó los ojos de su hija. Los observó apenas un segundo y, después, agachó la cabeza. 

Se dirigieron a la sala de estar, la madre empujando la silla del abuelo, el hijo, arrastrando los pies, sobrellevando el hastío. No había nadie allí. La televisión sonaba como un murmullo mortecino. 

«Ya casi no queda tiempo, corran, corran antes de que sea tarde», advertía una especie de anuncio. 

Ángel se dejó caer en un sofá y sintió cómo su cuerpo se hundía aplastando el relleno de espuma. ¿Por qué no había nadie allí? ¿Es que ellos eran los únicos que se preocupaban por sus mayores? ¿Dónde estaban los demás viejos? 

El joven cerró los ojos un momento y sintió ganas de no volver a abrirlos. La luz era cada vez más macilenta y mostraba las figuras de sus familiares cubiertas de sombras. Ángel volvió a cerrar los ojos, pero esta vez se dejó arrastrar por la desgana hasta el punto de quedarse dormido.

Cuando despertó, se encontraba sumido en una penumbra espesa, apenas contenida por la luz del televisor, que seguía emitiendo aquella extraña publicidad. Su madre y su abuelo no estaban allí. Con una fuerte inquietud oprimiendo su pecho, se levantó y caminó hacia recepción. 

—¿Quién… quién eres? —preguntó una enfermera con el rostro lleno de arrugas.

—Me he quedado dormido en la salita, creo que mi madre ha ido con mi abuelo a la habitación.

—Entiendo… Si quieres, puedes bajar.

—¿Bajar? Las habitaciones están arriba.

—Oh, hace mucho que no vienes, ¿verdad, angelito? 

—¿Cómo sabe mi nombre?

—¿Qué...?

Ángel, aturdido, se alejó de aquella siniestra mujer y comenzó a bajar por las escaleras que le había indicado. Todo estaba muy oscuro y le llegaba un rumor entretejido de pasos, de roces y de lamentos. También le llegaba un olor rancio, orgánico, con notas sulfurosas. 

Caminó por un pasillo. Afuera llovía como si una inmensa tristeza se estuviera derramando sobre la Tierra. Los truenos estallaban de vez en cuando, haciendo vibrar la estructura del edificio. 

El joven, palpando las paredes, llegó hasta una sala similar a la del piso superior, con su televisor emitiendo aquella maldita publicidad. La diferencia era que aquel lugar se encontraba lleno de gente. 

«Ya es demasiado tarde, ya no sirve arrepentirse», decía ahora la voz mientras todas aquellas personas miraban hacia la pantalla. 

Ángel columbró a su madre y a su abuelo y corrió hacia ellos, abriéndose paso entre aquellos hombres y mujeres, los cuales, se dio cuenta mientras los apartaba, eran todos ancianos. 

—¡Mamá! ¿Pero qué es todo esto? —preguntó Ángel. 

Su madre, sentada, o, más bien, demolida sobre una silla de ruedas, buscó sus ojos con una mirada perdida y vacía, los observó apenas un segundo y, después, agachó la cabeza.

Entonces, alguien cerró la puerta de aquella sala. 

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