—¡Sí!
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—¡Sí!
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Avanzó atravesando la calma solemne del templo mientras la voz del sacerdote reverberaba ceremoniosa: «La vida no termina con la muerte, no tengamos miedo…». Se aproximó a Daniel, de apenas ocho años, y le abrochó el cordón de un zapato. Luego, acercó su mano al hombro de Marta, que lloraba desconsolada; tras unos segundos de agotador esfuerzo, logró imbuir algo de sosiego en su corazón. Entonces, se llegó hasta el ataúd.
«Dios mío, qué desastre de maquillaje» pensó, divertido.
De camino a casa, anduvo reflexionando. ¿Quién podía haber imaginado que sería obligatorio trabajar después de morir? Aunque, bien pensado, ¿qué mejor empleo desempeñar que el de ángel guardián de tu propia familia?
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Se le acabaron las ideas y decidió probar con las drogas. En un callejón, un tipo extraño con la piel verdosa le vendió un bote de pastillas. Decía que hacían volar la mente. Eso era justo lo que necesitaba.
Ya en casa, tomó tres píldoras de golpe y se sentó frente al ordenador. Antes de escribir una sola línea, empezó a marearse y perdió el conocimiento.
Despertó en la cama y vio que en el procesador de textos había un relato escrito. Era buenísimo y trataba sobre un tipo que se encontraba un maletín lleno de dinero.
Al día siguiente, regresando del trabajo, se encontró un maletín lleno de dinero.
Repitió el procedimiento casi todas las noches, y no solo dio a luz docenas de narraciones impresionantes que le granjearon un gran prestigio como escritor, sino que todo lo que salía de sus dedos se hacía realidad. Y, así, se acostó con modelos, rejuveneció diez años, conoció secretos históricos, evitó graves accidentes…
Pero un día despertó y vio su propio cuerpo ensangrentado yaciendo sobre la cama. Aturdido e impactado, se acercó al escritorio y pudo ver que la pantalla del ordenador mostraba un fascinante relato sobre homicidios y fantasmas.
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Ángel arrastraba la mirada por las calles solitarias de la ciudad mientras su madre conducía hacia la residencia de ancianos bajo una lánguida llovizna. Allí les esperaba el abuelo, o, más bien, lo que quedaba de él. No habían ido a verlo desde hacía semanas.
—Ya no sabe ni quién es, ¿para qué tengo que ir yo? —preguntó el joven.
—Oh, no empieces, por favor —le respondió su madre.
Aparcaron el coche y accedieron al edificio. Todo estaba más tranquilo de lo habitual. Los sombríos pasillos transmitían una calma densa, letárgica. Una enfermera les dijo que esperasen un momento, que enseguida traerían al abuelo.
—No vamos a poder salir —dijo la madre mirando hacia las nubes a través de una cristalera.
Ángel, aburrido, resignado, podía sentir los segundos desplazándose lentos como una inmensa masa pegajosa a través del tejido de la eternidad.
—¡Aquí está el abuelo! —anunció la voz de la enfermera a sus espaldas.
Se volvieron y pudieron ver al anciano sentado, o, más bien, demolido sobre la silla de ruedas. Su rostro se encontraba apagado, inmóvil, y su mirada, perdida, vacía. Buscó los ojos de su hija. Los observó apenas un segundo y, después, agachó la cabeza.
Se dirigieron a la sala de estar, la madre empujando la silla del abuelo, el hijo, arrastrando los pies, sobrellevando el hastío. No había nadie allí. La televisión sonaba como un murmullo mortecino.
«Ya casi no queda tiempo, corran, corran antes de que sea tarde», advertía una especie de anuncio.
Ángel se dejó caer en un sofá y sintió cómo su cuerpo se hundía aplastando el relleno de espuma. ¿Por qué no había nadie allí? ¿Es que ellos eran los únicos que se preocupaban por sus mayores? ¿Dónde estaban los demás viejos?
El joven cerró los ojos un momento y sintió ganas de no volver a abrirlos. La luz era cada vez más macilenta y mostraba las figuras de sus familiares cubiertas de sombras. Ángel volvió a cerrar los ojos, pero esta vez se dejó arrastrar por la desgana hasta el punto de quedarse dormido.
Cuando despertó, se encontraba sumido en una penumbra espesa, apenas contenida por la luz del televisor, que seguía emitiendo aquella extraña publicidad. Su madre y su abuelo no estaban allí. Con una fuerte inquietud oprimiendo su pecho, se levantó y caminó hacia recepción.
—¿Quién… quién eres? —preguntó una enfermera con el rostro lleno de arrugas.
—Me he quedado dormido en la salita, creo que mi madre ha ido con mi abuelo a la habitación.
—Entiendo… Si quieres, puedes bajar.
—¿Bajar? Las habitaciones están arriba.
—Oh, hace mucho que no vienes, ¿verdad, angelito?
—¿Cómo sabe mi nombre?
—¿Qué...?
Ángel, aturdido, se alejó de aquella siniestra mujer y comenzó a bajar por las escaleras que le había indicado. Todo estaba muy oscuro y le llegaba un rumor entretejido de pasos, de roces y de lamentos. También le llegaba un olor rancio, orgánico, con notas sulfurosas.
Caminó por un pasillo. Afuera llovía como si una inmensa tristeza se estuviera derramando sobre la Tierra. Los truenos estallaban de vez en cuando, haciendo vibrar la estructura del edificio.
El joven, palpando las paredes, llegó hasta una sala similar a la del piso superior, con su televisor emitiendo aquella maldita publicidad. La diferencia era que aquel lugar se encontraba lleno de gente.
«Ya es demasiado tarde, ya no sirve arrepentirse», decía ahora la voz mientras todas aquellas personas miraban hacia la pantalla.
Ángel columbró a su madre y a su abuelo y corrió hacia ellos, abriéndose paso entre aquellos hombres y mujeres, los cuales, se dio cuenta mientras los apartaba, eran todos ancianos.
—¡Mamá! ¿Pero qué es todo esto? —preguntó Ángel.
Su madre, sentada, o, más bien, demolida sobre una silla de ruedas, buscó sus ojos con una mirada perdida y vacía, los observó apenas un segundo y, después, agachó la cabeza.
Entonces, alguien cerró la puerta de aquella sala.
—Mamá, he visto a un hombre.
Mi madre salió corriendo de la cocina con el rostro desencajado, mirando en todas direcciones.
—¡¿Dónde lo has visto?! —me gritó.
—Estaba ahí, sentado en la mecedora —dije señalando con el dedo.
—¡No hay ningún hombre! ¿Cuándo vas a dejar de hacer el imbécil?
—Pero, mamá, te lo juro, había un hombre en la mecedora. Me ha mirado y se ha reído con cara de malo. Anita también lo ha visto.
En la expresión facial de mi madre se entremezclaban la tristeza y la impotencia.
—Hijo, ya no sé qué hacer contigo. No hay ningún hombre, y tu hermana ya no está con nosotros. Tienes que parar o me volverás loca —dijo, y regresó a la cocina, desde donde me llegó el sonido de su llanto.
—No te preocupes —susurró mi hermana—. No dejaré que os haga daño.
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El dinosaurio, de Augusto Monterroso, es, probablemente, el microrrelato más conocido del mundo. Sin embargo, sus escasas nueve palabras, título incluido, no logran convertirlo, ni de lejos, en el más breve. Y es que existen, literalmente, docenas de cuentos de menor extensión que el mencionado. Algunos de ellos serían:
Podría parecer que superar esta última genialidad resultaría imposible, pero veamos de qué es capaz un servidor.
Hace poco, anduve elaborando un inventario literario con todas las historias que he escrito, las publicadas, las publicables y las impublicables, obteniendo la honrosa cifra de trescientas cinco narraciones. De estas, considero que pueden englobarse en el género del microrrelato unos doscientos veinticinco cuentos, una auténtica brutalidad. La cuestión es que, hasta que concebí el microrrelato más breve del universo, yo no poseía demasiados buenos candidatos para figurar en el sugestivo ranquin de la súper concisión. Exploremos entonces la que, hasta hace poco, era mi mejor triada, examinando los textos de forma descendente, de mayor a menor número de palabras, deteniéndonos en un breve comentario sobre cada uno.
INTERPELADO
—¿Tú eres deontólogo o utilitarista?
—No, no, yo trabajo en una oficina.
Microrrelato humorístico y teatral de trasfondo filosófico aparecido en el número IV de la revista Tiempos oscuros y que posee una gigantesca extensión comparada con la de los mencionados más arriba, ya que contiene trece palabras entre título y cuerpo.
DESENLACE
La cosa acabó regular, tirando a genocidio.
Impreso entre las páginas de la antología Puñaladas a medianoche, sería otro de mis cuentos humorísticos más conocidos. A pesar de poseer una extensión notablemente más breve que Interpelado, con un total de ocho palabras, siempre entre título y cuerpo, continúa resultando muy largo como para jugar en la liga de los microrrelatos más microrrelatos, pues supera incluso a El dinosaurio de Monterroso.
¿ESTAMOS MUERTOS?
—Sí.
Por último, tenemos el que constituye mi mejor cuento, aparecido en mi último libro, Melodramas terminales. Sinceramente, creo que, si perteneciera a un autor de mayor renombre, se habrían escrito, por lo menos, dos o tres artículos sobre él, si no alguna tesis doctoral. Resquemores aparte, esta narración sí que podría entrar como miembro de pleno derecho en el club de las ficciones más ultra lacónicas, gracias a su cómputo total de tan solo tres palabras, aunque un servidor quedaría aún demasiado lejos de llegar a ser el creador que coronase la cima de nuestro codiciado pódium.
Sin embargo, hace unos días logré convertirme en ese creador, aunque nadie lo sepa y aunque casi nadie lo vaya a saber, pues concebí, que no escribí, el microrrelato más breve del universo, el cual consta, lógicamente, de cero palabras en el título y de cero palabras en el cuerpo. Por eso digo que lo concebí y que no lo escribí, porque al no tener palabras no puede ser redactado. Sin embargo, mi microrrelato está ahí. Si contuviese una palabra, se encontraría allí donde estuviera dicha palabra. Pero como no tiene ninguna, está aquí mismo, y aquí, y aquí, y en toda la pantalla o el papel, y cubriendo toda la pared de la sala y en cada planeta, en cada germen, en cada agujero negro y en cada partícula subatómica, lo que irremediablemente me lleva a pensar que no solo he concebido el microrrelato más breve del universo, sino también el ente más grande, más inmenso, pues está en todas partes, aunque no lo podamos ver y, por tanto, es imposible no llegar a la conclusión de que he creado a Dios.
¿En qué lugar me coloca esto a mí?