6/10/19

Elegía a una gatita con un corazón en la nariz

He perdido a mi gatita y la echo de menos. Ya sé que hay gente que pierde a sus hijos, a sus padres, a sus amores, pero yo he perdido a mi gatita y, en fin, la echo mucho de menos. 

Mi gatita tenía algo de perrito y corría ansiosa a saludarme cuando yo llegaba a casa y ansiosa se pegaba a mí y ansiosa me llenaba de lametones. Mi gatita era feliz a mi lado y se quedaba dormida sobre mi pecho mecida al ritmo de mis suspiros. 

Mi gatita era fuerte y valiente. Perdió toda la dentadura tras infinitos días y noches de calle, en jornadas duras y largas, destructivas, en jornadas de frío y de infierno, de hambre y peligro, de asistencia providencial en forma de señoras nobles de corazón desbordante. A mi gatita en el barrio la llamaban Chupeta, porque siempre besaba la mano que le daba de comer. 

Mi gatita tenía leucemia, calicivirus, insuficiencia renal... y diabetes y pancreatitis y también irritación crónica en el intestino, pero con amor y cuidados mi gatita logró vivir tres años desde el día en que tuve la fortuna de cruzarme con ella. 

¡Qué sucia estaba mi gatita! Algún problema en su boca le impedía limpiarse en condiciones y fue necesario raparle aquellas rastas apelmazadas. ¡Cómo debió agradecerlo mi gatita! Con lo limpia que ella era, ¡cómo debió sufrir con aquel montón de mugre pegado a sus cuartos traseros!

Mi gatita era de pelo algo largo, negro y naranja, y era de mirada despierta y de porte elegante. Le gustaba dormir siestas interminables y tumbarse al sol y devorar cuenquitos de alimento como si nunca hubiese comido. Pero ante todo mi gatita amaba la compañía humana, quería tener a alguien siempre muy cerca y, como no podría ser de otro modo, mi gatita tenía un corazón dibujado en la nariz. 

Mi gatita tenía muchas virtudes pero, por desgracia, no era indestructible, y, un día, sin saber cómo, me vi en la clínica ante una mesa metálica y mi gatita era una bolsa de huesos consumida por la ineficiencia de unos riñones que ya no servían para nada. Y mi gatita, anestesiada por última vez, sin sentido, yacía mientras la veterinaria, con mi doloroso permiso, intentaba atravesar las venas de mi gatita, sus venas quebradizas y esquivas, para inyectar el tóxico que detuviese su corazón. Y mis lágrimas caían sobre el metal y mi mano acariciaba la cabeza de mi gatita y su ausencia empezó a materializarse incluso mientras todavía estaba allí, mientras aún era posible dar marcha atrás y tenerla a mi lado uno, dos, quizás tres días a lo sumo. Pero yo quería mucho a mi gatita y no podía hacerle eso. 

Y le dije adiós como si pudiera oírme, como si, en caso de poder oírme, también pudiera entenderme. Sé que es absurdo, pero a mí me da igual. Yo le dije adiós de todas formas, y le dije que la quería y que la iba a echar de menos. Y en las noches, querría poder escuchar su ronroneo, y sentirla buscar el hueco entre el edredón y mi brazo; y en las mañanas, quisiera que me sorprendiera saltando sobre mis piernas para quedarse allí dormida mientras yo trabajo. Pero sé muy bien que nada de esto es posible. Sé que ya nunca volveré a verla. Y sé que ella era mi gatita y que la echaré de menos para siempre. 



No hay comentarios:

Publicar un comentario