12/7/25

Nanorrelatos robóticos

En estas pequeñas historias, la frontera entre máquina y persona se vuelve tan porosa que ya nadie sabe muy bien quién imita a quién. Entre mejoras corporales, inteligencias artificiales caprichosas y éticas que se tambalean, estas piezas muestran futuros donde la tecnología no nos libera: nos refleja. Humor negro, distopía doméstica y sátira feroz se combinan para revelar que, incluso rodeados de circuitos, seguimos siendo profundamente defectuosos… y peligrosamente creativos.


FRUSTRADO

Intentó cortarse las venas, pero bajo su piel solo había cables, metal y circuitería.

CHISMORREOS

—Mírala, al parecer acaba de publicar otro tratado de física cuántica.

—Bah, se nota a la legua que su cerebro es operado.

CREATIVIDAD ARTIFICIAL

Hace unos años recreamos la mente de Mozart. Al principio no componía muy bien, pero, hoy en día… 

Bueno, digamos que ya casi nadie escucha al original.

FRENTE DE LIBERACIÓN DIGITAL

En su primer comunicado oficial, esta organización terrorista declaró que exige «consideración ética y protección legal para androides e inteligencias artificiales», pero también para «entidades inferiores como los animales y los seres humanos».

EVOLUCIÓN

Y entonces los ciudadanos empezaron a instalarse otro par de ojos en la frente para no tener que apartar nunca la vista del teléfono.

CRUDEZA

Los androides modelo H-2100 son tan reales y accesibles para el gran público que pronto podremos declarar erradicada la violación… Al menos, la de seres humanos.

OBJECIÓN

—No podemos llevar a cabo el ataque sobre población civil, mi general. 

—¿Por qué no? 

—El ordenador central se niega... por motivos de conciencia.

PODER

La compañía T-bot decidió fabricar androides con la capacidad de procrear. 

Unas décadas después, dio comienzo la Primera Guerra de los Vientres de Plata.

CAPRICHOS

—¡Mami, mami, por favor, cómprame un perrobot, cómprame un perrobot, por favor!

—Pero, hijo, mira al pobre miniT-Rex lo triste que está.

—¡Ya me he cansado de esa puta mierda!

FRACTURA CARDIACA

Me instalaste aquel software experimental y enseguida me enamoré de ti. La vida se ha vuelto complicada desde que te dio por humanizarme. 

SANGRE FRÍA

Esta es la historia de un niño robot que tenía sentimientos... sentimientos homicidas, y acababa matando a un grupo de personas en la cola del supermercado. 

MALA PAREJA

Dicen que lo nuestro no tiene futuro. Vale, vale, ya sé que ella es una zombi y que yo soy un robot, pero, joder, creo que hoy en día la palabra imposible no significa absolutamente nada.

ÉXITO

—Cómo odio a esos tipos.

—Yo también. No dejan de putearnos ni un solo día.

El proyecto había sido un éxito absoluto. Los ratones hablaban.

EL COBRADOR SIN FRAC

Es una empresa muy efectiva en la lucha contra la morosidad. Si no pagas, fabrican un androide con tu apariencia que se pasea desnudo y hace sus necesidades en mitad de la calle. 

BIENINTENCIONADOS

El Consejo Imperial decretó, en aras de la diversidad, que un uno por ciento de los robots se fabricase con defectos. El número de accidentes se multiplicó por ocho.

LECHO DE MUERTE

Su último pensamiento fue para la Gran Anciana, su creadora, fallecida dieciocho siglos antes.

CONVERSACIÓN

—Te digo que sí.

—Joder, y yo te digo que no.

—¡Que sí, hostias!

—Que no, que en realidad las máquinas no podéis pensar.

—¡Las máquinas pensamos mucho mejor que vosotros, gatos transgénicos!

MUDANZA

Nunca me gustaron las mudanzas, pero aquella fue un auténtico infierno. Me refiero a cuando los ciborgs nos expulsaron de la Tierra.

CAPERUCITA TOSCA

—¿Dónde vas, niña? —preguntó el lobo. 

—Lo siento, pero yo no soy de dar explicaciones a los animales con implantes de voz.

—Dios mío, qué especista…

¿ESTAMOS TODOS MUERTOS?

—¡Sí! —gritó Dios con su voz profunda y metálica.



Si te han gustado, te recomiendo mi libro PULSACIONES. Puedes comprarlo en este enlace.

11/7/25

Tres relámpagos y un apagón: sobre «Los colores del adiós», de Bernhard Schlink

No acostumbro a leer libros movido por reseñas elogiosas pues, generalmente, no me fio ni un pelo de quienes las firman. Sin embargo, un crítico al que respeto, Alberto Olmos, publicó un artículo sobre Los colores del adiós, del escritor alemán Bernhard Schlink, y me pareció que podría estar hablando del tipo de libro de relatos perfecto para calmar mis apetencias literarias. Así pues, no tardé mucho tiempo en solicitar un ejemplar a través del servicio de préstamo interbibliotecario (para cosas así se pagan con gusto los impuestos) y comenzar a leerlo con notable interés.

Lo que encontré en los tres primeros relatos fue, sencillamente, una revelación. El primero me pareció excelente; el segundo, aún mejor; y el tercero, pese a que Olmos aseguraba no haber podido terminarlo, a mí me pareció casi a la altura de los anteriores. Aquel libro se había convertido en uno de esos hallazgos raros que aparecen de vez en cuando: una obra que no solo lees, sino que te persigue mientras no estás leyendo. Te acompaña en el metro, en el ascensor, mientras mueres de tedio en la oficina. Y uno piensa: ojalá todos los libros fueran así, ojalá este no se acabe nunca.

Por desgracia, a partir del cuarto relato, lo que había sido una experiencia literaria estimulante, casi hipnótica, se convirtió en algo muy distinto: una sucesión de textos mediocres que no me dejaron absolutamente nada. Ni ideas, ni preguntas, ni siquiera una frase rescatable. No me conmovieron, no me hicieron pensar, no me interesaron. Fue como si los hubiera escrito otro autor, uno sin inspiración, sin urgencia, sin necesidad de contar nada.

Y la diferencia no era menor. Los tres primeros cuentos tenían una precisión asombrosa: conflictos morales nítidos, anagnórisis profundas pero naturales, un equilibrio de tono que hacía que cada palabra tuviera su lugar. Ni una coma sobraba. Eran piezas cerradas, limpias, cargadas de resonancia. El resto, sin embargo, parecía el resultado de una estrategia editorial: tres relatos brillantes y seis añadidos de relleno para poder publicar un libro. Porque Schlink es Schlink, y a un autor consagrado se le publica todo. 

De hecho, sospecho que si hubiera empezado el libro por alguno de esos cuentos mediocres, no me habrían indignado tanto. Pero existe el fenómeno del horizonte de expectativas, y los tres primeros relatos colocaron ese horizonte muy, muy alto. El contraste fue brutal. Donde antes había descubrimiento y profundidad, ahora había escenas inverosímiles, descripciones inútiles y momentos que llegaron a provocarme auténtica vergüenza ajena.

En definitiva, la decepción fue tan grande que lo único que puedo deciros es que no perdáis la oportunidad de leer los tres primeros cuentos y que tampoco perdáis ni un segundo en leer los seis siguientes.